martes, 8 de septiembre de 2009

"Lost in Austen", las hijas de Pamela y el bovarismo posmoderno

La programación de la televisión por cable se parece sospechosamente a la famosísima aria del Rigoletto de Verdi: "La donna e mobile". Un día anuncian a bombo y platillo la transmisión de una serie 'completa' para que, ya cuando está más que picado, o la cambian de día y hora, o de plano la dejan de transmitir. De modo que, cuando vimos anunciado algo que respondía al título de "Lost in Austen", primero no le dimos gran importancia. Pensamos que era una película, ya que la anunciaron en el horario en que acostumbran transmitir las películas de los domingos, y como en esta casa la televisión los domingos se apaga religiosamente a las ocho de la noche, ni pelamos. Pero, en el transcurso de la semana que siguió, nos percatamos de que se trataba de una miniserie, de la que pescamos el segundo capítulo. Ni modo, pensamos, encogiéndonos de hombros. Ya será para otra ocasión. Sin embargo, parece que en Film & Arts gustan de comprar cuatro series y sacarles el mayor jugo posible, léase, las transmiten hasta el cansancio, y luego, para no aburrir al público, rompen con el seriado y transmiten capítulos a capricho del director de la programación en turno. Luego, cuando el mismo ya se aburrió, la dejan descansar un tiempecito, y otra vuelta. Y esto fue lo que poco más o menos sucedió con la miniserie mencionada. La retransmitieron en el horario de los martes a las nueve de la noche, por lo que pensamos que estaría cardíaco seguirla, ya que a esas horas vamos llegando, cuando no más tarde, pero en las múltiples repeticiones con que nos regala la televisión por cable, vimos la posibilidad de verla tres horas después. Y nos dimos a la tarea con grandes bríos.

El primer capítulo nos cariaconteció un poco. No por la calidad de la serie en sí misma, sino porque, a golpe de vista, parece versarse sobre "Pride and Prejudice", novela de Jane Austen que justamente no habíamos leído. Tratando de pescar mejor tanto el chiste como el chisme, nos dimos a la tarea, en la semana que transcurrió entre el primer y el segundo capítulo, de leer desaforadamente la novela. Y entonces sí empezó lo bueno. Porque la miniserie nos sorprendió en más de una forma.

Me explico: para los que buscan una adaptación, creo que tanto el cine como la BBC ya se han dado a la tarea de hacer las mismas, unas peores que otras. Esto no es una adaptación, definitivamente. Podría incluso decirse que la novela queda como una mera referencia, el entramado básico que se subvierte a gusto del re-creador de la misma, un telón de fondo que sirve a acontecimientos que nada tienen que ver con lo que la autora de la novela estableció en la misma. Pero antes de pasar a hacer un breve análisis de la miniserie, creo que un resumen de la trama viene a cuento, no a manera de contar el chisme, sino de poner en contexto el dicho análisis.

Para no hacer el cuento largo, diremos que la serie versa sobre una chica, Amanda Price, que vive con la cabeza metida en Pride and Prejudice, a decir de algunos, 'la mejor novela de Jane Austen'. El problema de Amanda radica en que su vida se parece más a la de una empleada de banco del siglo XXI, que es lo que es, que a la de una heroína de novela romántica de principios del siglo XIX-quizás debido a una mala colocación de los números romanos-. Un día, cuando por enésima ocasión se encuentra con las narices metidas en la novela, se le aparece Elizabeth Bennet, la heroína de la novela, en el cuarto de baño de su apartamento. En este primer encuentro, la Bennet desaparece tal como apareció, pero en el segundo encuentro, le explica a Amanda cómo fue que entró: la pared del baño da a una puerta condenada en casa de los Bennet. Amanda se asoma, entra, y la puerta se cierra tras ella, no sabría precisar si por accidente o si Elizabeth la cierra intencionalmente. Y cuando Amanda se encuentra en el mundo que ha poblado sus fantasías durante años, empieza lo bueno.

Una trama basada en una persona que de súbito se encuentra en otro tiempo y otro lugar no suena a nada del otro mundo. Se ha hecho ya en múltiples ocasiones y con distintos fines, a veces cómicos-las más-, a veces trágicos. Llega el genio de la alfombra voladora, el científico loco o lo que ustedes gusten mandar, y transporta al protagonista, por los motivos más diversos, a una época en la que el mismo tiene un particular interés. El berenjenal es típico: el protagonista lleva consigo, obviamente, los modos y costumbres de la época en la que vive, y como generalmente se traslada al pasado, tiene la carta extra de la ventaja, ya que ya sabe qué es lo que va a pasar. Está en sus manos, entonces, modificar los acontecimientos para que 'todo siga igual' y regresar feliz a su época. Muy trillado, ¿no? Pues el caso de esta serie no es el mismo.

Para empezar, como ya se dijo, la novela, casi desde el principio, queda de mero telón de fondo. Amanda piensa que todo es muy sencillo, que lo único que ella tiene que hacer es sentarse a observar como se desarrollan los acontecimientos que conforman la novela, y una vez que termina la misma, regresar tranquilamente por su puerta a su Hammersmith del 2008, y seguir pensando en las musarañas. Pero el primer problema es la ausencia de la protagonista de la novela, quien se encuentra, precisamente, en el Hammersmith del 2008. El segundo problema es que, al encontrarse en la casa de los Bennet en una posición muy distinta de la de la 'mosca en la pared', se ve involucrada en los sucesos que toman lugar en la casa y de lo que les pasa a los habitantes de la misma. Y el tercer problema radica en que lo que pasa frente a sus ojos no es exactamente lo que ella creía saber gracias a la información proporcionada por la novela.

Es ése, justamente, lo que considero el mayor encanto de la serie: que se desarrolla en tres niveles narrativos. El de la 'realidad' de la vida de la protagonista, el de la novela, y el de la 'realidad' de la novela. Porque ella empieza a darse cuenta de que las cosas no son como las plasmó Jane Austen en su novela. Y mayor es el pasmo cuando se percata de que tampoco los 'personajes' se comportan como deben de hacerlo según la información que de los mismos ella posee; más bien se da de manos a boca con personas, que al igual que ella misma, tienen reacciones bien distintas de las que Austen fijó para sus personajes. Así, cuando ella trata de que Charles Bingley se fije en Jane, la mayor de las hermanas Bennet, ya que eso es lo que prescribe la novela, éste se fija primero en ella misma, y luego, ya avanzada la serie, se 'fuga' con Lydia, la hermana menor. Y los personajes, si bien no se distancian demasiado de como Jane Austen los pintó, tienen unos giros que resultan inesperados completamente, para pasmo de Amanda, que no sabe cómo debe de arreglar lo que ella considera un entuerto cuando las cosas se alejan demasiado de lo que marca la novela. No es sino hasta el final de la serie que Amanda comprende que la novela no tenía nada de 'real', y ella decide quedarse, entonces, en ese mundo que no es el de la novela, pero que tampoco es el suyo, mientras que Elizabeth Bennet descubre los encantos de la macrobiótica, el cabello corto y la tecnología y decide cambiar lugares con Amanda. La puerta queda entreabierta, dando a entender que quizás el cambio no es tan irreversible, y que cualquiera de las dos tiene la posibilidad de entrar y salir cuando quiera.

El que los personajes de la novela no son tales sino 'personas' se pone de manifiesto desde el momento en que pueden interactuar con la protagonista con la mayor libertad. Ella, entonces, no llega al mundo de la novela, sino, efectivamente, a la Inglaterra de principios del siglo XIX, y cae, no dentro de una familia de novela, sino dentro de una familia 'real'. Y cuando, ya hacia el final, Amanda, desesperada, regresa a Hammersmith a buscar a Elizabeth para enderezar todo lo que se torció-según lo que ella cree que debe de ser, de acuerdo con la novela-, se da cuenta de que Darcy, el héroe de su bienamada novela, la ha seguido, la acción entre personas que han dejado de ser, o más bien que nunca fueron, personajes de una novela, queda por completo de manifiesto. Y todo toma un rumbo bien distinto: por ejemplo, la madre de las Bennet deja de buscar casar a las hijas a como dé lugar, el matrimonio de Jane con Collins queda disuelto gracias a la intervención de Lady Catherine y finalmente se da a entender que se marchará a América con Bingley, George Wickham encuentra un buen partido en Caroline Bingley, quien le hace 'ojitos' a pesar de ser una lesbiana confesa, y Amanda encuentra su premio en Fitzwilliam Darcy, mientras que para Elizabeth Bennet el premio consiste en ser una mujer 'moderna y liberada' del siglo XXI, trabajadora e independiente.

Lo curioso del caso es que Jane Austen es, en mi parecer, una novelista bastante reaccionaria. Para ella el que una mujer trabaje son pamplinas, cuando no una maldición,como lo pone de manifiesto en Emma. Y cada quien ha de casarse según le corresponde. Nada de igualdades, ni mucho menos. La escalada social se condona únicamente en el caso de 'mujeres excepcionales', como sus heroínas, quienes, a pesar de tener fallos de carácter, siempre se ven pulidas por el hombre a quien están destinadas, para al final alcanzar la felicidad absoluta con el hombre absolutamente correcto para ellas. Así, Elizabeth, en Pride and Prejudice, tiene que deshacerse de los prejuicios que tiene con respecto a Darcy, cuando él ya se ha deshecho de su orgullo, y así poder ser absolutamente felices. El único error del héroe es haber separado a Jane Bennet de Charles Bingley, sin embargo, repara su falla sin demora cuando este punto es uno de los que Elizabeth le reprocha, aunque, en tanto su familia, ella se da cuenta de que Darcy tiene razón. Sin embargo, los errores de Elizabeth son varios: el prejuicio en contra de Darcy, su precipitada inclinación hacia George Wickham, por ejemplo, muestran que ella tiene más que aprender que él, y que finalmente ella tarda más en pulir sus fallas. De todas formas, una vez salvados los obstáculos, están destinados a ser felices para siempre. Es justamente en 'ese' mundo a donde va a caer una empleada de banco del siglo XXI. Y cuando, tanto su madre como su compañera de casa le señalan que está enamorada de Darcy, ella alega que no lo está, sino que está enamorada de los 'modales, del romanticismo, del cortejo'. Todo lo que salta a la vista en un análisis superficial en las obras de Austen es lo que se le escapa a Amanda, quien evidentemente vive aquejada de bovarismo posmoderno. Suspira y se oprime cuando su novio, Michael, le propone matrimonio con el arillo de una lata de cerveza en vez de caer de rodillas con un anillo de verdad una vez se hubo bajado de un caballo blanco. Sueña con el mundo de Jane Austen y en ser la protagonista de la novela, y como el personaje de Flaubert, añora los arrebatos que supone en los personajes de la novela que ella misma no puede sentir en su vida tal cual es-una reniega de ser una campesina, la otra de ser una empleada en un banco-. Y termina, no como Madame Bovary, sino como una de las innumerables hijas de Pamela.

Porque el cuento de Amanda Price es el de una de tantas Cenicientas posmodernas, sin zapatilla de por medio. En esto no hay diferencia con los personajes femeninos de Austen: todas reciben un premio por ser 'excepcionales'. En eso radica su virtud, aunque la virtud para Richardson se entendía en un sentido más literal. Sin embargo, el premio consiste en lo mismo: un matrimonio ventajoso en lo material y lo social, y feliz. Amanda Price es una Pamela posmoderna, para quien su única virtud consiste en desear fervientemente, como Cenicienta, que se le cumpla el sueño y pueda ir al baile. Incluso, la Elizabeth Bennet de la serie es una Nancy Howe-la indomable amiga de Clarissa Harlowe-, con su fiero deseo de independencia. ¿Seguimos, a casi trescientos años de distancia, bajo el influjo de Samuel Richardson? ¿Y el cuento de la liberación de la mujer? Porque en Austen se entiende que de liberación, ni hablar del peluquín-por no decir que sería un despropósito y un anacronismo idiota-, pero en una serie producida apenas el año pasado, de la que se está haciendo una película, por cierto, para el año que entra, el que una mujer quiera cambiar de sitio con su congénere que vivió, supuestamente, doscientos años atrás, queda un tanto chistoso, como no sea para ilustrar su naturaleza de cuento de hadas posmoderno, con un final típico y convencional, si bien lejos, muy lejos de lo que Austen pergeñó. La serie, de cualquier forma, entretiene y bastante, ya que la trama está bien tejida, no tiene hoyos, y es un berenjenal narrativo que no carece de interés. Lo que se trasluce, después del análisis un poco más detenido, ya es harina de otro costal. No deja de llamar la atención el hecho de que, a juzgar por el final de la serie, se siga pensando que hay mujeres cuya única aspiración es el romance y el matrimonio, mas, si se da una ojeada a cualquier edición de Cosmopolitan, hay por lo menos un artículo destinado al tema-siempre con un peculiar énfasis en 'cazar' un hombre para obtener una validación social completa, que no da ni la profesión ni nada de eso, por favor-, con lo cual se da al traste con el cuento de la Wonder Woman de la posmodernidad. Es por esto que yo titularía a la película: "Amanda Bovary, una hija de Pamela, perdida en Jane Austen: una Cenicienta posmoderna-mujeres liberadas de a de veras, abstenerse".

lunes, 6 de julio de 2009

Metonimias políticas...la conclusión

¿A dónde fue que llevó el análisis expuesto en las tres entregas anteriores, y qué tienen que ver con el título de las mismas? A esta picante pregunta intentaremos dar respuesta en esta última entrega de su apasionante serie "Metonimias Políticas".
Hace no mucho, poco más de un mes, que se celebraron las elecciones intermedias, fuimos testigos del circo electorero de toda la vida: basura electoral en las calles-de las que todavía no se desaloja, dicho sea de paso-, bardas pintarrajeadas con las seudo propuestas de los candidatos que aún es posible leer el día de hoy, los candidatos-hoy flamantes diputados, delegados, o reacios perdedores, como siempre- haciéndose acompañar de artistillas medio peleros o de sonidos ruidosos, en fin, lo que todos ya bien conocemos, a menos que se viva en la punta del cerro. Junto con eso, presenciamos también una inusitada campaña para anular el voto, que enarbolaba el siguiente slogan: "no voto y no me callo".
Los resultados, como ya sabemos, arrojaron las cifras de siempre en tanto abstención en elecciones intermedias: más del 50%. Pero lo que asombró a algunos fue que el voto anulado alcanzó la cifra del 6% "histórico", que dijeron algunos. No faltaron los memelas que se preciaban de ser la "cuarta fuerza política" con su voto anulado, aunque yo no entiendo lo de "fuerza política" hablando de un resultado que la verdad sea dicha, queda por constatar el alcance de su influencia para poderse denominar tal. Y, desafortunadamente, fuimos testigos del regreso del dinosaurio, vestido más a la moda, pero el mismo dinosaurio a fin de cuentas. Y tampoco faltaron los mentecatos que se alegraron de eso, como si ello no hubiera sido otra cosa que la más grande demostración de tontería dada por el pueblo mexicano.
¿A dónde vamos con lo anterior, y cómo es que se conecta con las entregas anteriores de la serie? A primera vista, parece que no tiene nada que ver. Sin embargo, en mi muy humilde opinión, tiene todo que ver, ya que, lo que encontramos en los condominios y unidades habitacionales de esta ciudad puede darnos una pista bastante clara sobre el estado de cosas en el país en general.
Porque, veamos: nunca falta el vecino que jamás pone un pie en las juntas, sin embargo es el que de todo se queja. Que si subieron el mantenimiento, que no está de acuerdo con la persona que hace la limpieza, que si el jardinero cobra muy caro, que si seguramente la persona que se encarga de mover los dineros se los está clavando...sin embargo, el vecino jamás ha manifestado sus puntos de vista delante del resto de los condóminos. ¿De qué sirve, pues, que se queje tanto? De nada. A sus quejas se las lleva el aire, porque nunca se ha tomado la molestia de cursarlas por los canales adecuados. Y peor todavía, si tan mal le parece el estado de cosas, es el que no haga nada. La participación que se requiere de un vecino es la mínima, sin embargo, si no hace ni eso, mucho menos se va a tomar la molestia de postularse para administrar los dineros que desde la comodidad de su poltrona él piensa que sabe cómo se manejan mejor. Tampoco se va a dignar a salir a buscar un jardinero que cobre menos, o una persona del aseo que limpie mejor. Ah, pero le resulta mucho más cómodo delegar esa responsabilidad a alguien más, que lo va a hacer como mejor pueda, cuando lo hace, y luego echarle la culpa cuando mete la pata. Siempre es más cómodo no comprometerse, ¿verdad?
Al vecino que transgrede poco le importa el resto de la gente que ocupa junto con él el espacio habitacional. No se da cuenta, o si se la da le importa un pimiento, que, al llevar un chucho lactante a su casa va a provocar, no sólo que los chillidos naturales del animal le quiten el sueño, sino que priven del mismo al resto de los vecinos. O, si el chucho hace sus gracias en los espacios comunes, se encoge de hombros y se espera a que llegue la persona que hace el aseo, ya que ni siquiera es capaz de sacar una jerga y limpiar. Y el resto de los condóminos, como ya se dijo anteriormente, no le dice nada. Porque todos ven como muy normal el que la gente quiera tener perros en su departamento. Pero los que saben callan, y los que no es lo mismo, de cualquier forma nadie, por 'educación', le va a plantar cara al vecino para que se lleve al chucho a ver a dónde. Y nadie quiere malquistarse con el prójimo, con el que se 'convive' y al que se tiene que ver casi del diario.
El que modifica sin avisar no sólo les pisa los callos al resto de los vecinos en tanto ruido de la obra, sino que puede que hasta los esté poniendo en riesgo al alterar la estructura de la construcción con sus brillantes ideas. Y otra vuelta, nadie le va a decir nada.
Los que arman fiestecitas nunca avisan, mucho menos invitan. Y nadie les dice nada, a pesar de que dejen perdidas las áreas comunes y que al día siguiente todos parezcan mapaches y crudos, sólo que con el asegún de que ni se divirtieron, ni bailaron, ni bebieron. En cambio, tuvieron que aguantar el ruido, y si son los vecinos de abajo, el bailoteo que reverberó en su techo toda la noche.
Podría seguirme enunciando las faltas en las que se incurren cuando se vive en condominio, sin embargo creo que con las entregas anteriores para el propósito bastan y sobran. Creo que los ejemplos anteriores sirven para demostrar los diferentes tipos de ciudadanos que somos. Por ejemplo, el que no participa en una junta vecinal, no se puede esperar que participe en una votación. Sin embargo, va a ser el primero que se queje de lo mal que está la situación, de que los políticos son basura y de que el gobierno no sirve para nada. Y yo pregunto: ¿con qué derecho tal persona se queja? Dirá que todo mundo es muy libre de quejarse, y que finalmente el voto nunca cambió nada, y que la clase política es una porquería, que todos roban, que ninguno trabaja y que todos viven a expensas del erario. Independientemente de la verdad o falsedad del argumento, el fondo es: ¿y qué hace o ha hecho la tal persona para quejarse con tal amargura? Seguramente nada. Seguramente ha visto transcurrir el tiempo en la politología del café, solucionando al país y al mundo entero con elucubraciones maravillosas "si los políticos lo hicieran". Pero no se trata sólo de la tarea del político, sino se trata primero de la tarea del ciudadano, en este caso particular. Y si el ciudadano no la hace, ¿cómo espera, en buena consciencia, que el político haga lo suyo, si llega al poder sin consenso, aupado por una minoría? ¿No creen que es casi darles permiso de que hagan lo que les dé la gana?
Otro ejemplo: el vecino transgresor, en cualquier ámbito que contemple la ley condominal. Casi podemos asegurar que es la gente que se queja de que los políticos hacen lo que quieren y nadie les dice nada. Sin embargo, en su microcosmos ellos exigen lo mismo. Cuando salen a la calle y desafortunadamente los asaltan, se quejan de que seguramente la policía está coludida con el caco y nunca lo van a agarrar, o que si van y levantan un acta, el ladrón 'volverá para vengarse', porque en México 'la justicia no funciona'. Y volvemos a las preguntas: y si la justicia funcionara, ¿dejarían de hacer fiestas que molestan a los vecinos y que se contemplan como técnicamente prohibidas en la ley condominal? ¿Se desharían del perro que no pueden tener según la misma ley? Y la respuesta es contundente: no. ¿Por qué? Bueno, las causas ya las expusimos anteriormente. Los dichos vecinos alegarán que ellos también tienen derecho a divertirse y a gozar de la compañía de un animalito. A eso se le llama impunidad. Yo sé que hay quienes alegarían que hay que guardar las distancias, que no es lo mismo tener un perro en un departamento que andar haciendo barbaridad y media, como hacen los políticos, sin embargo el principio es el mismo. Si las leyes se aplicaran con rigor, habría miles de funcionarios corruptos en el bote, y no habría manera de meter un perro en un departamento. Así de sencillo. Pero nos gusta el estado de excepción, nos gusta el 'a él sí, pero a mí no', nos gusta escudarnos en miles de pretextos, ya sea para dejar de cumplir con nuestros deberes o de plano, para transgredir las leyes.
Y esto no sólo aplica para los que vivimos en un departamento. Basta con salir a las calles para darnos cuenta de la amplitud que tiene esta metonimia. Basta con ver los que nos echan el carro encima sin poner las direccionales, basta con ver el peatón que atraviesa una calle con el mayor desparpajo aunque no le corresponda el paso, basta ver los que se pasan los altos, o los que dan la vuelta donde no les corresponde, o los que se cuelan en las filas del súper cuando uno se distrae, o los que exigen que se les ceda un asiento por equis o por yé, o que se les apliquen excepciones por razones que van desde lo meramente subjetivo y personal, hasta el apelar al mínimo sentido de humanidad del prójimo. Basta con detenernos un poquito a pensar en todo eso para darnos cuenta de que, si las cosas andan como andan, nosotros, como ciudadanos y como sociedad, tenemos buena parte de culpa en ello. Somos gandallas, nos gusta pisarle los callos al prójimo, a sabiendas o inconscientemente, nos encanta sacar ventaja, nos gusta hacer lo que no debemos 'porque todos lo hacen'. Distamos mucho de ser la sociedad modelo que nos permitiría, en un momento dado, rehusarnos a votar porque nadie nos convence, porque ya hemos participado mucho y no hemos visto resultados. Distamos mucho de la tan cacareada 'madurez política' que nos permitiría, efectivamente, dar una lección a la clase política con nuestro repudio a la hora de anular un voto. Distamos mucho de ello, señores, estamos a años luz de ser una sociedad que se interese, que se comprometa, que esté dispuesta a hacer un mínimo de sacrificios para cambiar las cosas. Siempre preferimos que sea alguien más quien venga y nos prometa que lo va a hacer, porque preferimos al que nos promete que con su varita de virtudes va a cambiar las cosas de un día para otro a aquel que nos pide que hagamos un esfuerzo. Nos gusta la comodidad, tanto ideológica como física, de saber que no se nos pide más allá del mínimo esfuerzo para lograr grandes resultados, como la anulación del voto, que no es más que, en mi muy personal opinión, una postura de adolescencia ideológica que exige derechos antes de conocer al dedillo las obligaciones y llevarlas a cabo. Ah, sin embargo, se exige que se nos tome en cuenta para la 'gran toma de decisiones', y nos quejamos cuando no se hace. Y yo pregunto: los que se pasan los altos y manejan como animales, infringiendo todos y cada uno de los artículos del reglamento de tránsito, ¿tienen derecho a meter baza en el manejo del país? Porque díganme ustedes: si somos incapaces de convivir en un microcosmos, como es un edificio de departamentos, ¿qué nos espera a nivel país? Si no nos sabemos comportar civilizada y maduramente en nuestro entorno más inmediato, ¿sabremos hacerlo en el mundo de las grandes decisiones?

miércoles, 1 de julio de 2009

Metonimias políticas III...espero que ya la última

Esta entrega versará sobre, como ya se anticipó en la pasada, sobre esos seres que pueblan los edificios, con los que se vive, como ya se dijo, puerta con puerta, pared con pared o piso con techo. Exactamente, los vecinos.


Un recorrido piso por piso nos dará indicio de lo que podemos encontrar, grosso modo, en casi cualquier edificio de esta ciudad, y seguramente en no pocos en provincia. Por ejemplo, nos topamos con los vecinos que tienen perros. Desde falderos, como poodles o schnauzers, hasta grandes daneses. Cualquiera que sea su dimensión, los perros ladran. Y mientras más chicos, peor. Y si el edificio tiene buena acústica, la debacle. Porque cuando los chuchos se deciden a armar su circo, no hay poder humano que los calle. Y lo peor de todo es que parece que, en cuanto uno empieza, los demás no tardan en seguirle, como si hubieran estado esperando una señal. No importa que sean las dos de la mañana, hora a la que, dicho sea de paso, parece que tienen especial cariño para empezar a aullar, los perros armarán su concierto a despecho de los gritos y chanclazos propinados por el dueño o de las mentadas que salen de los demás departamentos. Con todo lo molesto e incómodo, por decir lo menos, que parece lo anterior, lo verdaderamente malo de los perros es que tienen que hacer sus necesidades. Como cualquier otro ser viviente, consume alimento y produce desechos. No vamos a ir contra natura al grado de desear que los perros no tuvieran funciones corporales, no, eso nunca. El problema aquí lo generan los dueños, a quienes no parece importarles que los dichos desechos queden en la vía pública-y luego en el sistema respiratorio de los millones que poblamos la ciudad-, mientras no lo hagan en su alfombra o en sus muebles. Pocos, poquísimos son los que salen con su chucho y su bolsita de plástico, menos todavía los que salen con el brillante invento de la pala de plástico que se abre para recoger los desechos y tirarlos después. Y los peores forzosamente tienen que ser los que se esperan a sacar al chucho al último minuto, cuando al can están a punto de reventarle la vejiga o las tripas, y en cuanto ven puerta abierta, a hacer lo suyo en donde caiga...literalmente. El 'donde caiga' en esas circunstancias suele ser, desgraciadamente, el elevador, la escalera o los pasillos, denominados, como ya se dijo, 'areas comunes', o, en el peor de los casos, la puerta de algún inocente vecino. Y si pocos son los que salen con su bolsita, menos aún son los que salen con su jerga a limpiar la gracia del chucho. Muchos incluso se congratularán de que no fue en su casa, se encogerán de hombros, y darán media vuelta con su aliviado can, de regreso a casa. Esta gente ignora, de nuevo, la ley condominal, que con reformas fallidas o sin ellas, contempla que la gente que vive en régimen de condominio no puede tener mascotas que molesten o perturben la paz de los habitantes del inmueble, con lo que tenemos que el problema en sí no son los perros, sino quienes los condenan a vivir en la estrechez de un departamento, y que a un mismo tiempo condenan al resto de los vecinos a soportar, no tanto lo que hace el perro, sino la arbitrariedad del dueño, a quien en pocas ocasiones se le reclama algo, y cuando se hace, no se hace caso de los reclamos.


Los edificios cuentan, aún cuando sean de interés social, con espacios de estacionamiento, los cuales, y seguramente dictados de acuerdo a regulaciones de la pelea pasada, suelen ser uno por departamento, salvo las llamadas 'casas de renovación', surgidas tras el terremoto de 1985, y cuya función fue-y decimos fue porque hoy día el panorama es bien distinto-albergar a todos aquellos habitantes de inmuebles viejísimos conocidos como 'vecindades' que el temblor hizo el favor de echar abajo. Decíamos, pues, que aún en los más medio peleros edificios de departamentos de hoy día, a cada departamento le corresponde un lugar de estacionamiento, medida harto razonable si pensamos que en los '80-y antes, cuando suponemos se instrumentaron las regulaciones de construcción-, la adquisición de un automóvil era asunto harto complicado y nada barato. El problema hoy en día lo constituyen el desaforado afán de entregar créditos para adquirir vehículos automotores por parte de los bancos, y a un todavía más desaforado afán del gran público a adquirir cuantos vehículos pueda. Porque ya no es rara la familia que cuenta con más de un vehículo. Más bien, diríamos que lo extraño es la que no. Y las complicaciones empiezan cuando no hay más que un lugar de estacionamiento asignado al departamento donde habitan cinco personas y cada una de ellas cuenta con un vehículo. Cuando las unidades cuentan con espacios para aparcar, parece que siempre habrá vecinos dispuestos a hacer un dinerito extra rentando el espacio que a ellos les corresponde, siempre, claro está, que pertenezcan a la minoría que no tiene auto. Pero cuando no...Hay que aparcar en la calle, o de plano, cuando la unidad es cerrada, plantar el coche donde caiga. Lo anterior genera múltiples inconvenientes. No falta el que ya dejó encerrado al vecino, o ya le tapó su lugar, lo que genera bocinazos terribles, hasta que sale el transgresor, cuando no de plano se montan hasta en los pasos peatonales, con el pretexto de no estorbar. No falta también los que, cuando tienen visitas, les dicen que dejen el coche ahí por donde puedan, lo que puede derivarse en escenas todavía más terribles que las anteriores, ya que, por regla general, el invitado hace exactamente eso, dejar el coche donde caiga lo que causa las iras de quienes no pueden sacar su coche o de quienes no lo pueden guardar. Lo peor es que pocos tienen la decencia de indicar, con un papelito en su coche, en dónde están departiendo amablemente para irles a avisar, con toda corrección, que tienen que mover su ranfla porque estorba. Ni anfitriones, que son los que habitan la unidad, ni invitados, piensan en ello. Los primeros, porque no se les ocurre, y a los segundos simplemente no les interesa, porque, a fin de cuentas, en cuanto acabe la tertulia ellos se irán a su casa y el problema se les quedará a los otros. Sin embargo, las anteriores consideraciones llevan a lo que sigue: los hay que no piensan, a la hora de ávidamente aceptar un crédito para adquirir un coche, qué van a hacer con él en cuanto se lo lleven a casa. "Total, ya veremos", contestan cuando alguien, agudamente, les hace la observación de que no cuentan sino con un espacio de estacionamiento. Y el 'ya veremos' generalmente se soluciona como siempre: al trancazo, y las más de las veces, pisándole los callos a alguien por ponerse, o en un lugar que no les corresponde, o por taparle la entrada o salida a alguien más. Cosa que al feliz propietario de la flamante y problemática roña no le quita el sueño.


La existencia de ductos para tirar la basura pueden ser una bendición...o una maldición. Facilitan enormemente la vida, si se considera que lo único que debe hacerse cuando se junta la basura en casa es simplemente dirigirse al ducto, abrirlo, y depositar las bolsas en él. Parece sencillo, ¿no? Pues no lo es tanto. No faltan los que, a fuerza de querer deshacerse de la caja del refri que acaban de comprar, terminan por tapar el ducto, lo que genera que los que viven en el mismo piso se vean obligados a depositar sus bolsas justo afuera del ducto. Ni tampoco faltan los majaderos que, en vez de llenar sus bolsas, cerrarlas y tirarlas, vacían simplemente el contenido del cubo en el ducto. Ya se sabe que un ducto de basura es a fin de cuentas eso, un receptáculo de basura, pero también la urbanidad dicta que los desechos deben disponerse de manera correcta. Y ya que se habla de desechos, no hay que olvidar que no todos los edificios cuentan con la enorme ventaja del ducto, con lo cual el problema de la disposición de la basura se complica. Como sabemos, los servicios de limpia de esta ciudad no pueden ser calificados como los mejores o los más eficientes. Y si a eso le aunamos la facilonería y comodonería de la mayoría de los prójimos, la situación es de alivio. No sólo se juntará la basura en lugares 'estratégicos', donde ya se sabe que los basureros no pueden menos de verla y por tanto recogerla, lo que afeará de manera espantosa el panorama, sino que también se derivarán consecuencias non gratas, como la proliferación de bichos callejeros que hurgarán en las bolsas para husmear entre sus contenidos, y de fauna nociva como cucarachas y ratas. Vaya, ni en donde se cuenta con un servicio 'particular' de limpia, que pasa con toda regularidad es capaz la gente de morigerar sus sucias costumbres. Nunca faltan los que, con el pretexto de que nunca alcanzan al basurero, sea el de la delegación o el 'particular', dejan sus bolsas en pleno pasillo. Cajas de galletas vacías luciendo cascarones de huevo en su interior, vasos de unisel que a todas luces contuvieron jugos, bolsas del supermercado que amenazan con derramar sus contenidos a cada momento, es lo que se puede ver en los pasillos de estos benditos condominios. Lo anterior es no sólo, como ya se dijo, un problema de estética, sino un riesgo sanitario potencial, porque si el edificio de marras ya tiene una plaga de cucarachas, la tal plaga se exacerbará, y si no la tiene, es un anzuelo perfecto para que sienten plaza allá donde encuentren condiciones favorables, por no decir de los roedores, que tienen las mismas costumbres. Y ya mejor no hablemos de los infortunados que tropiezan con tales muestras de falta de urbanidad y positivo 'me importa un rábano, yo tengo que sacar la basura de mi casa'.


Los edificios cuentan con poblaciones de las más variadas edades. Se pueden observar desde personas de la tercera edad hasta bebés de brazos, pasando por parejas jóvenes, multitudinarias familias en donde se entremezclan todos los grupos de edad posibles, parejas de la tercera edad, mujeres solas con hijos, hombres solos con hijos, en fin, las variaciones son infinitas, más ahora, con la cada vez más grande apertura de la gente a los que se llaman 'estilos de vida alternativos'. Nada de lo anterior tendría nada de relevante, por supuesto, si no fuera porque parece ser que, a mayor el número de población adolescente, mayor el riesgo de padecer insomnio los fines de semana. No digo que la población del edificio en su conjunto se desvele porque no saben dónde anda el hijo del vecino Mondínguez, por ejemplo, sino que el conjunto de la población se desvela cuando al hijo del vecino Mondínguez se le ocurre hacer una fiestecita, con mucho estéreo, mucha entradera y salidera de gente, mucho güiri güiri en los pasillos hasta altas horas de la madrugada, todo ello aderezado con el típico pleito de las parejitas que ya escogieron agarrarse del chongo cuando las copas se empiezan a subir a la cabeza, o del par de borrachos que ya se vieron feo sepan ustedes por qué, con la debida intervención de toda la bola de cuates que quieren impedir la guamiza, y la desesperada intervención del hijo de Mondínguez, que les suplica que si se van a agarrar lo hagan afuera del edificio, ya que tiene expresamente prohibida la intervención de la policía, so pena de perder de por vida el permiso de hacer fiestecitas. Pero no sólo los adolescentes causan altercados y dificultades de este tipo, no. El pretexto del cumpleaños de la abuelita Nabora, por ejemplo, es una espléndida excusa para reunir a la familia. También puede ser un gran pretexto para cerrar áreas comunes con una carpa, y para escandalizar trayendo al mariachi. Y aunque el resto de los habitantes del edificio no tengan el placer de conocer a la abuelita Nabora, y mucho menos los hayan invitado a la fiesta, se la tienen que fumar cada que entran o salen, ya que lo tienen que hacer pidiendo permiso para pasar entre cazuelas de guisados, borrachos incipientes, atrafagadas mujeres que circulan por doquier llevando platos y vasos y niños que corretean por todas partes, entrando y saliendo del edificio como si por su casa anduvieran, y subiendo y bajando la escalera como potros desbocados, si es que no a algún chistoso se le ocurre, incluso, empezar a tocar los timbres de los departamentos para salir corriendo una vez llevada a término la gracia. Se comprende que todo mundo tenga algo que festejar en algún momento de la vida. Pero la ley condominal estipula que, si se va a hacer una fiesta con posible perturbación de la paz pública, se debe de solicitar la venia de los vecinos. Invitarlos no necesariamente, pero sí tener la decencia de preguntar si la fiesta incomodaría a alguien, o solicitar el permiso para utilizar las áreas comunes en caso de que se requieran. Pues no. "¿Y a los vecinos qué les importa que vaya a tener fiesta?", dirán algunos. Mucho, porque la diversión de unos puede significar el malestar de otros. El mariachi a las tres de la mañana no es algo que se califique de muy placentero, a menos que se esté en la fiesta con unas cuantas botellas entre pecho y espalda, y es menos placentero todavía cuando es acompañado por un coro de aguardentosas voces que más que cantar berrean. Y no se puede decir que sea un espectáculo muy agradable salir a la mañana siguiente y encontrar colillas de cigarro regadas por todas partes, rastros de bebidas derramadas en las escaleras, bolsas de papitas tiradas acá y allá, y en suma, las áreas comunes hechas un asco. El que sale lo nota, por supuesto, pero parece que la mugre derivada de la fiestecita se vuelve invisible para el anfitrión de la misma, quien hará la vista gorda hasta el día en que se haga el aseo. Pero por más molesto que sea lo anterior, sucede lo que con los perros. Pueden, y se causan, grandes molestias, pero nadie dirá nada por no malquistarse con los vecinos. Por tanto, los vecinos fiesteros salen impunes, armando escándalo cada que se les antoja, privatizando las áreas comunes cada que hay un cumpleaños en su familia, y ensuciando el edificio sin que nadie se los señale.


Y hablando de privatizar...Hay habitantes de condominios que, bajo pretexto de su seguridad, han puesto rejas en sus puertas. Santo y bueno, mientras no se nos garantice la seguridad, supónese que tenemos el derecho de proteger nuestra propiedad como mejor nos convenga. Pero una cosa es velar por la propia seguridad, y otra cosa devorarse de una tarascada un gran cacho de pasillo, que, dicho sea de paso, les pertenece a todos los condóminos, ya que por algo se llaman áreas comunes, no nos cansaremos de repetir. Pero eso, a algunos parece no importarles, para ellos su propiedad no es sólo comprendida entre sus paredes y delimitada por su puerta, no. Comprende hasta donde, según su santo juicio e infalible criterio, no le estorbe a nadie. Lo que puede extenderse desde su puerta...hasta donde sólo ellos saben. Los hay más discretos, claro, que sólo se vuelan un par de pasos fuera de su puerta. Como fuere, a no ser un par de centímetros, los justos para que la reja quede bien y sirva su propósito, es algo que no se debería de hacer, idealmente. Pero de cualquier forma se hace. Y los vecinos, al igual que los hipotéticos del igualmente supuesto Perénguez, no dicen ni mú. En parte por no malquistarse, ya se sabe, y en parte porque muchos desearían hacer justamente lo mismo.

Para concluir con este interesante catálogo de la fauna que puebla los condominios, resumiremos otros pecadillos, no por menos extensa la explicación, menos graves: los que se cuelgan de los servicios de las áreas comunes, dejando que sus gastos los pague el resto de los condóminos, aunque se frieguen las instalaciones por sus chistes, mismas que no se dan la molestia de arreglar; los que privatizan en serio las áreas comunes, utilizándolas para su uso exclusivo, llegando al extremo, incluso, de cerrarlas para hacer gala de benevolencia con los vecinos, abriendo la rejita que tuvieron la facha de poner para que pasen a la toma de agua común, misma que ellos usan para sus muy privados fines cuando no hay emergencia, o de plano para utilizarlas como jardín particular, plantando incluso los más diversos árboles frutales y plantas de ornato, pero eso sí, cuando el registro común se atasca-mismo que, ¡oh, feliz casualidad!, está sito justo en medio de su florido jardín-, recurren a los servicios delegacionales que a fin de cuentas todos pagan; los que, movidos de un afán decorativo, pintan sus puertas de un color que hace chiras pelas con el del resto de la pintura del edificio; o los que de pronto sienten que su verdadera vocación es la de decoradores de interiores, pero, para desgracia del resto de los condóminos, reciben su epifanía entre sueños y deciden comenzar a ejercer su recién descubierta senda de vida a las dos de la mañana, con mucha arrastradera de muebles, hartos golpes, y hasta uno que otro guamazo que inducen al resto de los desvelados vecinos a creer que el diseñador en ciernes se ha roto la cabeza, con lo que podrán dormir en paz por fin, pero sus esperanzas se ven frustradas cuando, un par de minutos después, vuelve la corredera de muebles y los consiguientes trancazos; los que, cuando deciden cambiar de mobiliario, movidos de la generosidad adornan las banquetas y las áreas verdes con colchones, divanes, sillones y demás mobiliario que siempre es muy bienvenido por los indigentes de la zona, pero muy mal visto por el resto de los vecinos, quienes, en el mejor de los casos, comentarán que qué buena recepción han puesto para sentar a las visitas a esperar; los que...; y los que...;

Podríamos seguirnos, ad infinitum, con el catálogo de horrores; sin embargo, creemos que con lo que hemos apuntado es más que suficiente. Las conclusiones, que es a donde finalmente nos lleva el título de la presente entrega, las dejaremos para la siguiente entrega.

martes, 30 de junio de 2009

Metonimias políticas II

Reanudando el análisis comenzado el día de ayer por la noche, diremos que el siguiente punto versa sobre algo muy sensible para todos nosotros: los dineros. El mantenimiento de un edificio, como de todo en esta vida, se trate de un coche, de un par de zapatos, o de un vicio, cuesta dinero. Pero, ¿a qué se refiere exactamente el mantenimiento de un edificio? Como la misma palabra lo implica, se trata de mantener el edificio en condiciones habitables, en el mínimo de los casos, cuando no de hacer ciertas reformas que pudieran beneficiar al entorno habitable. Esto abarca, desde pagarle a alguien para que haga el aseo de escaleras, vidrios y demás espacios que tienden a ensuciarse bajo las normales circunstancias que implica el tránsito de quienes en él habitan, hasta el vaciado de ductos de basura-cuando se tienen-, las reparaciones de interfones y elevadores, cuando los hay, los reemplazos de focos fundidos en los pasillos-que, dicho sea de paso, reciben el nombre de 'áreas comunes', sobre lo que abundaremos más adelante-, y el arreglo periódico de las áreas verdes para evitar que se conviertan en una jungla desaforada en época de lluvias, o en una sabana desolada en época de secas. Como ya se dijo, cuesta dinero. Y, como ya se dijo, los espacios anteriormente mencionados se llaman 'áreas comunes' porque, precisamente, pertenecen a todos los habitantes del edificio y todos hacen uso de dichas áreas, ya que todos transitan por los pasillos, todos usan el elevador, todos disponen del ducto, y todos necesitan la luz en los pasillos cuando se hace de noche, para evitar, desde que un maleante ande rondando los pasillos al abrigo de la obscuridad, hasta para prevenir que el dueño del departamento se rompa las narices antes de entrar al mismo porque no ve. ¿De dónde tendría que salir el dinero, pues? De los mismos beneficiarios de los antedichos espacios comunes, supuestamente. Pues no. Porque, y remitiéndonos un poco a la entrega anterior, no todos los que habitan el edificio son dueños. Los inquilinos-algunos- ven como un 'impuesto' eminentemente injusto el tener que pagar por algo que no tienen en propiedad, a pesar de tenerlo en uso, y el uso es el que lleva a la obligación de dar mantenimiento, o al deterioro en caso de falta del mismo. Otros, aunque sean dueños, con tremendos cachetes dejan tranquilamente de pagar. O, los que hacen un inadecuado uso del suelo, como los dueños de despachos, aducen que ellos no usan lo que utilizan los demás, a pesar de que sus clientes suben por los elevadores, utilizan los interfones y se plantan en los pasillos, muchas veces dejando recordatorios de su presencia como colillas de cigarro, papeles, bolsas de papitas que consumen mientras dura la espera, etcétera. Puede ser que los dueños del despacho no hagan uso de los servicios comunes, lo cual se duda, sin embargo, los que acuden al despacho sí lo hacen, lo que debiera obligarles a pagar. Pues no, se niegan en redondo. Así, en muchísimas ocasiones, el costo del mantenimiento se cobra, no basando el cálculo en el número de departamentos, sino en el número de condueños e inquilinos que sí pagan, por lo que terminan muchas veces pagando los que sí lo hacen por los que no. Lo que nos lleva al siguiente problema.


Cuando de hablar de dineros se trata, y de dineros que van a parar, por decirlo así, a un fondo para cursar diversos pagos, se debe de hablar al mismo tiempo de una persona, o conjunto de personas que los administren. Ello, con la finalidad de simplificar, tanto los pagos como los cobros mismos, porque no es lo mismo pagar una sola cuota por concepto de mantenimiento, la cual engloba todos los conceptos mencionados anteriormente, que obligar prácticamente a que las personas que prestan los servicios que requiere un edificio anden cobrando de puerta en puerta por los mismos, amén de que es mucho más sencillo tratar con una sola persona cuando de contratación se habla, que andar viendo cada quien por su lado quién se encargará de las faenas en cuestión. Los ciudadanos que administran los recursos de un edificio deben, en teoría, no sólo decir en qué se gasta el dinero que aportan los condóminos, sino obligar a quienes no lo hacen a que lo hagan, so pena de suspensión de servicios y hasta de juicios. ¿Sí? Pues no. Como ya se dijo, en un edificio, las decisiones que se tomen respecto al mismo deben de ser avaladas por la mayoría, lo cual incluye el nombrar un administrador. Pero...he aquí otro problema. La administración de un edificio suele ser equiparable a la rifa del tigre: nadie la quiere. Todos los condóminos son conscientes de que es un relajo andar correteando al vecino para que pague, por no hablar de que las malquerencias derivadas de que alguien nos recuerde lo que tenemos que hacer y no hacemos son de consideración. Hay que dedicarle tiempo, desde para ir a adquirir el nombramiento legal que acredita al administrador casi como representante legal del conjunto de personas que pueblan el edificio, hasta para elaborar los balances mensuales que su actividad requiere. ¿Y todo para qué? Para que nadie agradezca lo que el administrador hace, si es que algo hace, y para no llevarse ni cinco centavos de remuneración, ya que son muy pocos los que cobran algo. Por eso para la mayoría de condóminos la administración equivale al infausto regalo que hacían los marajás hindúes a los cortesanos incómodos: el elefante blanco. Pero, a su misma vez, el que exista un administrador que no sean ellos mismos equivale a un receptáculo de quejas, de 'es que nos cobra y no hace nada', pero, a la hora de citar a junta para remover al administrador y designar uno nuevo, generalmente serán los primeros que le saquen el bulto con el sobado pretexto de 'no, yo no tengo tiempo, yo soy una persona muy ocupada'. Con tal de que siga habiendo alguien de quien quejarnos, y alguien que resuelva por nosotros, está todo muy bien. Aunque también los haya que se alambrean los dineros de las cuotas y se sepa, aunque los haya que en su vida han entregado un solo estado de cuenta, y aunque los haya que hayan dejado al edificio a su cargo sumido en una deuda mientras ellos se dan la gran vida, no importa. Mientras no sea alguno de los 'muy ocupados' ciudadanos los que tengan que hacerlo, apechugarán con las tranzas, con las ineficiencias, y mascullarán que en maldita hora les fue a tocar tal bicho en la administración, y siempre, siempre, vivirán esperanzados con que llegue el Robin Hood de los condóminos atribulados a resolver el problema y a desfacer el entuerto, mientras los que apoyan al tranza lo seguirán haciendo, recargados en el muy sabido hecho de la apatía comunitaria, y el tranza dormirá muy a gusto, sabiendo que, por mucho que le digan los vecinos, será muy difícil que procedan en su contra, principalmente porque les encanta quejarse, pero de hacer, mejor no hablamos.


Como ya se mencionó, cuando de disponer de una propiedad en el simpático régimen de propiedad en condominio se trata, se debe enterar a los demás sobre las propias intenciones. Pero no sólo cuando de venta o renta se trata. También cuando se le quieran hacer reformas a la misma. ¿Por qué? Simplemente, porque se debe estar seguro que las tales reformas no comprometen la seguridad de la estructura en la que todos habitan. Y no sólo eso: si el inmueble cuenta con un seguro en caso de siniestro-que en esta telúrica ciudad nuestra puede incluir, desde un incendio hasta un terremoto-, se deben de asegurar, todos, desde el que pretende las reformas hasta el resto de los condueños, que las tales no invaliden el seguro. Es una responsabilidad mínima, ¿no? Es sentido común en el significado más lato del concepto, ¿no? Pues no. Una mañana cualquiera, el vecino Perénguez amanece inspirado y ocurrente, y piensa que tal vez su departamento se vería mejor si tira el muro que divide el comedor de la cocina y hace un arquito muy mono, para iluminar mejor su cocina y tal vez poner unas plantas. Y ya entrado en gastos, el vecino Perénguez decide que su herrería ya está muy fea y que a su departamento le iría mejor una blanca, de esas que imitan madera, que le haga pensar que, en vez de en la Pensil-o en la colonia que quieran-, vive en la Condesa. Y luego, para no desmerecer con el resto del entorno, la emprende con los baños, pensando que, comiéndole un poquito de espacio a la sala o a la azotehuela, según la situación, tendrá espacio para su tan ansiado jacuzzi. Y después, considera que no vendría mal ampliar la cocina...Y luego...Y luego...Los vecinos se enteran cuando ven llegar el camión con el material, y al vecino Perénguez disfrazado de mecapalero, bajando bultos de cemento, de pegazulejo, de azulejo, y demás, con la más radiante de sus sonrisas. Y luego, para los que se perdieron el show, no dejarán de notarlo cuando al vecino Perénguez se le ocurra, llevado de su manía reformadora, empezar a tirar paredes a las diez de la noche. Por no decir que dejará los pasillos hechos una mugre. ¿Y los vecinos? A lo más, murmurarán de las enormes reformas que planea el vecino Perénguez: "¿ya viste, Concha? Perénguez quiere convertir su departamento en un palacio, pobre diablo". "Pues si no le gusta la unidad, que se vaya a vivir a Polanco el muy pretencioso, Eulalio". Pero de decirle algo, ni hablar. "No, Paquita, ¿yo decirle algo a Perénguez? Ni loca, no, Perénguez es un vecino muy decente, ya ves, saluda a todo mundo y con todos se lleva bien. Y a fin de cuentas, ¿pa' qué enemistarse con los vecinos, si todos vivimos aquí y nos tenemos que estar viendo las caras?" Así, Perénguez, gracias a su manifiesta ignorancia sobre la ley condominal y a la igualmente manifiesta ignorancia de sus vecinos, y a su buena voluntad, lleva a término el desfiguro arquitectónico que perpetró unos cuantos meses más adelante. Se sale con la suya, vaya. Las herrerías hacen chiras pelas con las del resto del edificio, y tiró un muro que le dijeron los 'maistros'-porque, ¿para qué contratar un arquitecto, si sale más barato con el albañil?-que igual y era de contención, pero que como no estaban muy seguros, igual lo tiraban. Y al seguro le salieron alitas, porque las compañías estipulan que cualquier cambio que modifique, no sólo la estructura, sino hasta la configuración original del inmueble, invalida cualquier indemnización en caso de siniestro y hasta de robo. Pero nadie se enteró. ¿Por qué? Porque a nadie le dio la gana de informarse al respecto. Porque, cuando se muda uno a un departamento cree que con pagar el monto correspondiente y tener las escrituras basta. Porque nadie sabe que los edificios de departamentos, o 'propiedades en condominio', están regulados por una ley propia. Y peor, porque, o nadie se los dice, o a nadie le interesa averiguarlo. ¿Para qué meternos en embrollos con aún más obligaciones, aún más restricciones del gobierno que sólo sabe estar fregando con que 'no hagas esto', 'haz lo otro' y demás? Es mejor vivir en santa ignorancia para vivir en santa paz.

Y ya que entramos en el tema de la especie denominada "condueños", mejor conocida como "vecinos", dejaremos más abundosas consideraciones para la próxima entrega.

lunes, 29 de junio de 2009

Metonimias políticas I

En esta época de cierre de campañas, músicas electoreras, actos y mitotes sin fin de candidatos de todos los colores y faramalla política sin ton ni son, junto con las propagandas para ir a votar, y las otras para ir a anular el voto, me ha saltado a mi revuelta cabeza una idea, más que todo sugerida por la irresponsable campaña de quienes aluden a su muy personal concepto de la dignidad para ir a anular su voto: una posible respuesta a las eternas interrogantes de por qué funciona tan mal el país y la clase política.
No voy a afirmar que mi respuesta sea LA respuesta, como muchos teoréticos tienen la soberbia de decir. No, señores. Me limitaré a apuntar unas cuantas observaciones que van de la mano con las inquietudes de la mayoría de la ciudadanía, y, por ende, de los posibles votantes. A lo mejor muchos sienten un ladrillo en la cabeza, igual otros tantos pensarán que de cualquier manera el ciudadano nunca tiene la culpa de nada y es simplemente una 'pobre víctima', como insisten en afirmar los teoréticos de dizquierdas. Como sea, esto, insisto, no tiene visos de ser nada absoluto. Es un simple análisis de nuestra realidad, y un aún más simple intento de respuesta. Dicho lo anterior, baste de retórica, y vayamos al asunto.
Hace falta vivir en la punta de un cerro para hacerlo sin vecinos, más en una ciudad tan apiñada como la nuestra, donde la mayoría de citadinos tenemos como lugar de residencia un departamento sito, desde luego, en un edificio, muy probablemente inserto en una unidad habitacional de mayor o menor tamaño, según sea el caso. Los que tenemos domicilio en régimen de condominio-o 'condemonio', que dijera mi señor abuelo Perfecto, pero para eso ya entraremos más adelante en detalles-nos vemos enfrentados a, o a veces afrentados por, esos seres que reciben el nombre de "vecinos", con los que a veces se vive pared con pared, puerta con puerta, o piso con techo, ustedes eligen de acuerdo a su situación. La configuración anteriormente descrita, que intenta ser una simplistísima reducción de un todo más complejo denominada "unidad habitacional", servirá de modelo de estudio para la presente parábola, metáfora, o, como ya denominamos al principio del texto, metonimia cuando de analizar las realidades del país se trata.
Decíamos, pues, que los departamentos que conforman un edificio con uso de suelo habitacional, esto es, para que la gente viva ahí, y la gente que en ellos habita, se hallan sujetos a algo que se conoce como "régimen condominal". ¿Qué significa lo anterior? Muy simple. Que todos los habitantes del susodicho edificio son 'condueños', es decir, todos son dueños del predio donde se asienta el edificio, ficción jurídico-impositiva con la que se intenta dar la sensación que lo que se tiene no simplemente es una rebanada de aire, que dijera Marco A. Almazán, y con lo que se intenta justificar el que cada 'condueño' pague una cuota de impuesto predial, si la memoria me asiste, igual a la de la totalidad del predio, lo cual hace comprensible el que, cuando se otorgan permisos de construcción, sea mucho más conveniente hacerlo para edificios de ingentes cantidades de pisos con igualmente ingentes cantidades de departamentos, que para una sola casa, o un conjunto de casas.
El ser "condueños" no significa solamente un sacudón de predial. No. El régimen de propiedad en condominio otorga a los condueños a una serie de derechos con pinta de obligaciones, tales como el derecho de tanteo cuando se vende un departamento, o igualmente a impedir el que un departamento se rente. Muchos dirán que cómo es posible que los vecinos tengan derecho a inmiscuirse en el sacrosanto derecho de que goza cada quien de hacer con su patrimonio lo que le venga en ganas, y es aquí donde empiezan los problemas. Pero es muy sencillo: si el que vende su propiedad lo hace, pongamos por caso, a un abogado que en vez de utilizar el departamento para habitar en él lo utilizará de oficina, el resto de los condueños tienen todo el derecho de incoformarse por el uso inadecuado del suelo, o por los posibles inconvenientes que genere el que gente que no vive ahí ande entrando y saliendo del edificio, así sea en horas de oficina, y lo mismo aplica si lo que se quiere es rentar el departamento, ya que no se sabe qué tipo de gente irá a parar al edificio; lo anterior puede provocar, desde fiestecitas con mucho estéreo y mucho ruido a altas horas de la noche, hasta altercados con la policía.
A lo que lleva todo lo anterior es a lo siguiente: en un estado ideal de cosas, el condominio sería, luego, un lugar en donde, al ser todos dueños comunes del predio en que se asienta el edificio, a que las decisiones que se tomen en el edificio sean sancionadas por la comunidad, la cual está sujeta a lo que se denomina Ley Condominal, que establece los términos en que, idóneamente, deben vivir todos aquéllos que son dueños comunes de un predio; todo esto, desde luego, pensando en el mejor interés de todos los que habitan el edificio, y la mejor convivencia. ¿Sí? Pues no.
Vamos a comenzar por lo general para pasar a lo particular. Los condueños están obligados a hacer manifiestas sus intenciones cuando de disponer de su patrimonio se trata, ¿verdad? Y el resto está en el derecho de decir si están de acuerdo o no, ¿ajá? Pues no. Cuando se vende un departamento, los vecinos se enteran cuando se cuelga, o la cartulina fosforescente con un número de celular de la ventana del departamento que se perpetra vender, o cuando aparece el letrerito de la omnipresente agencia de bienes raíces de todos conocida, la de los letreritos amarillos con negro. ¿Y cuando se renta? Menos. Todo mundo se entera que se rentó un departamento cuando llega el camión de la mudanza. Lo anterior puede obedecer, o a manifiesta mala fe de quien piensa que a los vecinos qué les importa lo que se haga con equis departamento, o de plano, a simple y llana ignorancia de que el protocolo anterior se debe de seguir. Amén de que, si se convocara a una junta porque el vecino Zutanes quiere vender, nadie iría, porque a nadie le importa, a pesar de que es derecho y obligación el hacerlo. Lo que nos lleva a la siguiente consideración.
Como ya se mencionó anteriormente, las decisiones que se tomen respecto al edificio deben estar avaladas por una mayoría de vecinos, ¿verdad? Pues no. Porque se cita a la junta para hablar de equis asunto a las tales horas, seguido de otro citatorio para media hora después si no se ha reunido el quorum requerido, para hacer una última llamada para realizar la junta con los que estén, que generalmente son tres gatos, los mismos de siempre, que decidirán algo con lo que, después, el resto de la no-concurrencia mugirá que no está de acuerdo, aunque no haya asistido.
Ya nos hemos extendido bastante por el momento. Para no aburrir a los amables lectores, el día de mañana continuaremos con esta Metonimia Política, esperando sus amables comentarios.

domingo, 17 de mayo de 2009

Lo que la influenza nos dejó

Pasó la contingencia, dijo la Secretaría de Salud-parafraseando aquél célebre 'pasó la atonía, dijo la Concamín', del célebre Abel Quezada'-. Lo que no ha pasado es la histeria. Y no me refiero a los escenarios observados los primeros días de la susodicha contigencia, en donde era por demás común ver a la gente en las calles-cuando se le veía, claro está- con cubrebocas de los más diversos modelos y colores. Vaya, hasta el caso vimos de un tipo que, más que para una contingencia sanitaria, parecía haberse preparado para la guerra biológica, ya que portaba una máscara antigás para ir a realizar sus compras al supermercado. Y los supermercados...válgame el cielo, eran escenarios de peor película de horror. Si han tenido la brillante ocurrencia de acudir a alguno en día de quincena, por no hablar de fin de semana de quincena, conocerán el caso: inmensas colas en las cajas, carritos retacados de mercancías, chamacos corriendo por todas partes...en fin, ya saben de qué hablo. Pues algo parecido sucedió durante la contingencia, nada más que de manera un tanto distinta. Se veía lo mismo: gente con los carritos retacados, pero...un día antes de la quincena. No se veían chamacos correteando por los pasillos, los concurrentes portaban cubrebocas, y las estanterías de los productos enlatados, como verduras y atún, lucían prácticamente vacíos. La gente llevaba dos o tres garrafones de agua, amén de cartones de leche como para surtir la tiendita del barrio. Pero, volviendo al tema central de mi presente disquisición, no me refiero a esa histeria. Porque si va uno por la calle, ya son los menos los que traen cubrebocas. Todo mundo se apapacha otra vez. A lo mejor lo que nos quedó fue un cierto reforzamiento de las medidas sanitarias en los restaurantes. Por lo menos en algunos de ellos puede verse a los meseros y al personal en general que en ellos labora, portando cubrebocas, cosa que se debió de hacer hace ya mucho tiempo, por no decir que debió, siempre, de ser práctica obligada en las cocinas. Esos son los, pudiera llamarse remanentes de la histeria que se vivió en la Ciudad de México durante la contingencia sanitaria. Hoy, todo parece regresar a la normalidad. De la influenza, ya ni quien se acuerde. Sin embargo...


Los correos de los 'teoréticos de la conspiración'-porque me merecen el mismo respeto que los comentaristas que insisten de hacer del fútbol una ciencia sobre la que vale la pena hacer teoría, cuando no son más que veintidós tarados corriendo en pos de una pelotita-siguen fluyendo. La hipótesis del 'compló' va tomando colores más vívidos, ya sea por correo electrónico o en los foros como Yahoo! Respuestas. Cada vez se inventan peores choros. Pero el que más me llamó la atención fue auqél que hablaba algo así como del 'shock'.


Es de llamar la atención, ya que, quienes esgrimen tal argumento aducen que, con darle un sustito a la gente, la adoctrinas y la vuelves más obediente, más mansita o mensita, según se vea. Todo, con el fondo muy bien coloreado de las elecciones venideras. Supónese que lo que les choca es que, según ellos, el PAN ha inventado una nueva estrategia-¡otra más!- para alelar al electarado y convencerlo de que Felipe Calderón es el héroe que vino a salvar, no sólo a su país, sino al mundo entero, del nefasto virus de la influenza. Creen, los que a la anterior teoría se suscriben, que la gente entrará a un orden, mediante un susto, que los hará fácilmente manipulables por el espurio régimen de turno. Pero hay un par de cosas que los adalides de la psicología seudocientífica ignoran.


Quienes comulgan con la seudoteoría anterior se apoyan en la teoría de la 'cortina de humo'. Que si nos quieren ver la cara, o que de plano ya nos la vieron, que si ya 'nos endeudaron'-con cenizas en la cabeza y vestiduras rasgadas, por favor-, que si están conchabados, desde los grandes magnates de la industria farmacéutica hasta los fabricantes de cubrebocas para reirse de nosotros en lo que corremos a arrebatarnos sus productos-ajá, ya veo la hora en que se armen linchamientos contra los que, montados en sus triciclos, van pregonando por las calles: '¡pino y clarasooooooooool!', porque, seguramente los muy inmorales también le entraron al enjuague-...en fin, ya para qué repito lo que es de todos sabido. Hay quienes llegan a extremos tales de afirmar que 'está pasando lo mismito que en el '86, que con el Mundial nos agarraron a todos en la baba', olvidando que el sexenio de Miguel de la Madrid fue pura baba en ese sentido. Sin embargo, los muy majaderos pasan algo por alto: que si hubo un gran distractor, aprovechado para alimentar a las mafias que hasta hoy en día operan, no fue el mundial de fútbol, sino el terremoto. Ah, pero ahí sí nadie puede decir que el terremoto se lo inventó el gobierno, ¿verdad? Si alguien tuviera el mal tino, o el poco sentido de insinuarlo siquiera, le lloverían mentadas, en el mejor de los casos, o bofetones y patadas en el peor. Prefieren, por tanto, irse unos cuantos meses más adelante del infausto acontecimiento y hablar de algo más inocuo, equiparándolo con la cosita esta que nos vacila el sistema respiratorio. El fondo es el mismo, sin embargo, y se demuestra lo mismo. Porque señores, es demasiada necedad decir que, por ejemplo, Miguel de la Madrid-así como lo oyen-hubiera solicitado la sede del Mundial y se la hubieran dado, así, a pedido, una semana antes de cometer todo tipo de tropelías. O que ocurrió el terremoto cuando el gobierno de turno lo dispuso, para así poder hacer del país monos y bailarlos. O que la influenza nos cayó en un momento de lo más oportuno. O que ahora lo del dengue es otro ídem porque quién sabe qué traen en la cabeza los-inserten el adjetivo que prefieran-que están al frente del gobierno para enchufarnos a placer, sin que nadie chiste. Las coyunturas no se crean. Si acaso, se aprovechan. Pero cabe apuntar que sucede exactamente lo mismo con todo aquéllo que rompe nuestra rutina.


¿Y qué es la rutina? Trataré de definirla escuetamente. Es levantarse temprano para ir a la chamba de lunes a viernes, cubrir cierto horario, lidiar con el cada vez más enredado tránsito por la ciudad, o con los mares de gente que puebla el transporte público, para llegar a casa con energías suficientes para prender la tele y medio ver las noticias, dormir poco y mal, y al día siguiente, lo mismo. El fin de semana, los toros, el fútbol, las chelas, la cantina, la cruda, y el lunes...vuelta a lo mismo. Entonces tenemos que, por ejemplo, cuando se nos da un período de vacaciones, salimos en estampida de la ciudad. ¿Argüiremos, acaso, que las vacaciones las inventaron los agentes de viajes, las cadenas hoteleras y las líneas de avión y de autobuses? Creo que no. Sin embargo, son los que más aprovechan que se dicten tales períodos vacacionales. ¿Vamos a decir que atrás de los viajes de la familia Burrón a Acapulco se encuentra un siniestro conglomerado que les dice qué hacer, a dónde ir y dónde gastarse los cuartos? Suena por demás ridículo. Están los que salen, a donde pueden y como pueden, y están los que se quedan encerrados porque no les da la gana de salir, o porque, de plano, no les alcanza. Así de sencillo.

Otra gran ruptura de la rutina es el fin de año, con su andanada de fiestas y consumismo a porrillo. ¿La Navidad la inventaron los comerciantes? No. Quizás el sentido, relativamente nuevo de 'a comprar, a comprar, que el año se va a acabar' sí. Pero no tienen la culpa de que la Navidad exista ni Wal-Mart, ni las tiendas de ropa, ni nadie. Si acaso, se aprovechan de que exista, mas no por ello vamos a afirmar que son invenciones de ellos. ¿Podemos entonces afirmar que atrás del nacimiento y las posadas y demás, se encuentra todo el poder de las grandes transnacionales, que nos obligan a festejar aunque no queramos, a comprar ropa aun si no la necesitamos, y a embrutecernos toda la temporada aunque tal no sea nuestro deseo? Tampoco. Cada quién hace lo que le viene en ganas. Si se quiere, se festeja, si no, se duerme uno temprano. Así de sencillo. Y cada quién le asigna el significado que mejor le parezca. Así, sin más.

A lo que me lleva lo anterior es a esto: nadie se sacó la influenza de la manga. Por supuesto, tenemos a nuestros 'sesudos' analistas que nos dicen que por qué, si ya la OMS aseveró que la influenza no es letal, que con líquidos y reposo se cura-lo cual está de pensarse, y mucho, porque uno de los principales argumentos de la teoría de la conspiración es precisamente que se muere más gente al año a causa de la influenza común...go figure-, se ha muerto tanta gente en México, o, para el caso que nos ocupa, por qué nos dicen que se ha muerto tanta gente. Pero vámonos por partes. Para empezar, hay cosas que nos delatan como gente profundamente idiosincrática. ¿Cuánta gente, aunque se sienta del cocol, se toma su chocho y se va a trabajar, valiéndole gorro ser un foco de infección, y valiéndole gorro su propia salud? Mucha. ¿Cuánta gente espera, para ir al médico, a estar verdaderamente mal, porque antes 'no vale la pena'? Ese, señores, es el problema. Imaginen ustedes las consecuencias que se derivan de una influenza tratada con atigripales y febrífugos. No se puede, claramente se señala en las cajas de los antigripales que no se tome si se tiene influenza. Ah, pero qué flojera nos da leer. Y si no sabemos si lo que tenemos es una simple gripita o algún mal respiratorio más grave, ¿cómo vamos a saber si lo que nos estamos untando es lo adecuado? Tampoco. Pero dentro de la teoría conspiratoria, todo se vale. Esperemos que en días venideros alguien venga a decirnos que los fabricantes de antigripales tienen la culpa de todo, junto con los fabricantes de alcohol en gel y los de cubrebocas y guantes de plástico. A propósito, ¿alguien ha visto las bolsas rojas que pomposamente anunció el gobiernillo de la ciudad que iba a poner para que ahí se desecharan los cubrebocas? Porque igual y ahí están otros beneficiarios de la gran conspiración: los fabricantes de materiales para desechos sanitarios/hospitalarios. (Nadie me dice que, eso sí, sea otro negocito del gobierno local, porque las dichas bolsas no las he visto por ningún lado. Casos de enfermos, sí he conocido, y varios.)

A los que se suscriben a la teoría de la gran manipulación psicológica, cabe decirles que andan un poquito perdidos. Los que tales cosas afirman pasan por alto un detallito: que la gente, en este país, somos un desmadre. ¿A cuál orden, a cuál disciplina nos van a llamar, si basta con salir a las calles para observar cómo nos comportamos? Estoy de acuerdo, los primeros días de la contingencia fueron, no exactamente pavorosos, sino, en mi humilde opinión, un poco opresivos. Pude observar, el mismo día que la Madre Naturaleza nos hizo el favor de contarnos uno de sus chistes de peor gusto, que el tránsito, a las tres de la tarde, más o menos, correspondía al de las tres de la mañana. La gente que andaba en las calles lo hacía con cubrebocas. Los changarros de comida lucían vacíos, incluso los de comida rápida. La gente se abalanzó con tal avidez a los supermercados que, más que contingencia sanitaria aquello parecía un escenario de aviso de huracán, o que de plano, en vez de temblor había sido terremoto y todos nos habíamos quedado sin servicios. Sin embargo, desde esos primeros días, se pudo observar que no todos traían cubrebocas. No. Una tarada nos estuvo tosiendo cerca de media hora en la fila del súper, sin cubrebocas, lo que contrastaba abiertamente con el tipo que traía una máscara antigás. Algunos adolescentes inconscientes hablaban-lo escuché el mismo día- de organizar una fiesta. Y mucha gente salió a hacer sus compras de la manera más normal. Ah, pero si algunos no habían sido presas del pánico, Marcelo se encargó de darles su dosis, al ordenar que los restaurantes sirvieran comida 'sólo para llevar'. Algunos se convencieron de que la cosa iba en serio, entonces. Pero no todo mundo. No faltaron, desde un principio, quienes 'pensaron' que todo era una patraña urdida por el gobierno federal. Y conforme transcurrieron los días, las precauciones se volvieron un tanto laxas. Cada vez menos gente portaba el cubrebocas. El fin de semana del puente, en las postrimerías ya de la contingencia, fue aprovechado por muchos para salir de la ciudad; hubo quienes alegaron que para 'prevenir el contagio', otros muchos, sin embargo, se fueron a las playas a pasarla bien. ¿Cuál susto? ¿Cuál miedo? ¿Cuál orden? ¿Cuál disciplina?

Lo mejor de todo vino cuando se levantó la contingencia y los negocios pudieron volver a operar en santa paz. Los restaurantes se abarrotaron ese fin de semana-por aquello del Día de las Madres-, y no sabría decir de los cines, pero igual mucha gente corrió a ver el frustrado estreno de Wolverine. Los antros se abarrotaron ese mismo fin de semana. Y la gente corrió a abarrotar supermercados y plazas comerciales por igual. Este pasado fin de semana tranquilamente podría haberse dicho que en la Ciudad de México no había pasado absolutamente nada.

¿Qué nos dejó la influenza, entonces? En algunos casos, medidas sanitarias que desde siempre debieron haber operado, como es el caso de los encargados de las cocinas en los restaurantes, quienes, más por sentido común y algo de higiene, debieron portar siempre un cubrebocas. Que los sitios públicos, al menos por el momento, luzcan más limpios que de costumbre, lo que siempre es bueno. Que nos repartan desinfectante a la entrada de los cines, y que no se atiborren-aunque está por verse que dicha medida se cumpla, porque por lo menos los restaurantes se negaron en redondo a separar sus mesas-. Y, como buen pueblo susceptible a la desconfianza de las añagazas de los políticos, una buena dosis de histeria que nos hace perder el poco buen sentido que nos quedaba. Porque miedo, señores, ya no hay. Lo que queda, en algunos, es un profundo resentimiento, que bueno, en ciertos personajazos promotores de la 'idea'-de algún modo hay que llamarle- de la patraña espuria, es ya un rasgo común del que disfrutan los trescientos sesenta y cinco días del año, seis si es bisiesto. O sea que, ni shock, ni disciplina, ni Estado fascista ni ridiculeces de esas. Por algo los chistes de San Juanico, al día siguiente de ocurrida la tragedia. Por eso los chistes del terremoto al día siguiente, cuando todavía había gente bajo los escombros. Y ahora, los chistes de la influenza, si bien en las ocasiones anteriores no había modo de decir que lo ocurrido había sido francamente deliberado. Lo que ocurre, simplemente, es que no nos había tocado una cosa así en bastantes añitos-cuarenta, más o menos-. ¿Por qué ahora surgieron las teorías relativas al SARS y no en su momento? ¿Por qué hay quienes se empeñan en decir que tal cosa fue 'otro invento' del gobierno chino para tapar la mala situación económica por la que atravesaban, ahora-¡cómo son creativos los gobiernos, caray!-? Como si fuera tan sencillo, en este mundo globalizado, ocultarle al vecino que tu economía está en el piso. Y en todo caso, en China es más sencillo hablar de represión y del sinfín de tonterías que hemos escuchado últimamente. Y nadie habló al respecto. Nadie habló de conspiraciones. ¿Por qué ahora sí? Ah, porque otra de las herencias de la influenza fue justamente esa: elevar nuestra capacidad de razonar. Aunque sean patrañas, pero no faltan quienes se sienten mejor y más aliviados al darse cuenta de que emergieron de la alerta sanitaria como seres más pensantes, más críticos, a quienes el gobierno ya no les ve la cara de nada, porque ellos saben. Lo cual es un chiste de peor gusto que el que nos contó la Madre Naturaleza, con la influenza y el temblor.

sábado, 28 de marzo de 2009

El día de Ada Lovelace

Muy poca gente sabe quién cuernos fue Ada Lovelace. Los ávidos lectores de chisme y escándalo, sabrán que fue hija de Lord Byron y su 'mujer sabia'-de la que solía hacer tanta chunga como el mismo Molière-. Los menos, dirán que, heredando los genes de su madre, se aficionó a las matemáticas. Y muchísimos menos todavía, sabrán que ella fue la que impulsó y patrocinó a Charles Babbage en sus pruritos de inventor-el cual, dicho sea de paso, la dejó prácticamente en la calle-.

Mecenas y patrocinadores de lunáticos y genios locos 'incomprendidos' han abundado en la historia. Se les suele imaginar como ricos ociosos que no tienen nada mejor en qué gastarse el dinero, y que, careciendo de todo mérito personal-ya que las fortunas invertidas ni son producto del esfuerzo personal, ni el apellido lo labraron ellos mismos-, buscan trascender de la mano del genio y colgados de la obra del mismo. Sin embargo, Ada Lovelace se cuece aparte.

Leyendo en uno de los sitios que frecuento en Internet-ni más ni menos que uno dedicado a la panadería-, me encontré con un enlace que llevaba por título 'Ada Lovelace day'. La verdad es que nunca me imaginé que la 'gris', por poco conocida, hija del brillante Byron siquiera tuviera un día con atributos especiales. Pero resulta que sí. Y si se le recuerda, es en una especie de apología feminista, como una suerte de reivindicación de las 'mujeres que han sobresalido en las ciencias'.

¿Y qué tiene de especial la tal señora, o que le dedique un breve espacio de reflexión? No soy feminista, como mis lectores muy bien saben. De hecho, apenas oigo el término, me salen unas ronchas que para qué les cuento. Y en cuanto a la ciencia, nunca he sentido especial inclinación hacia ella. Sin embargo, ahora que lo pienso, directa o indirectamente es gracias a ella que puedo estar aquí sentada, compartiendo mis divagaciones con todo aquél que quiera leerlas.

Porque una computadora hoy en día nos parece de lo más normal. Las nuevas generaciones nacen casi completamente tecnologizadas, al punto de ver chamaquitos con los celulares en la mano. Ya no tienen el miedo que incluso en mi generación se llegó a experimentar al usar una computadora-era típico el 'chin, ¿y si le pico aquí y se descompone?'- , y la utilizan sin el menor problema, desde para chatear hasta para piratearse las tareas. Pero no se piensa en el largo, larguísimo y penoso, penosísimo viaje que hubo de tener lugar antes de llegar a donde estamos plantados el día de hoy.

Pero ¿qué tiene que ver la computadora con el título de la entrada? Mucho. Muchísimo. Porque no sólo Ada Lovelace financió la idea de Babbage de la 'máquina analítica', sino que fue un paso más allá. Elaboró los primeros 'programas', esto es, secuencias de instrucciones, en un lenguaje especial para que la máquina ejecutara sus funciones. Vámonos al diablo, los que inventaron el Basic o el Pascal ya pueden quedar como un par de idiotas. Porque ellos trabajaron con una máquina que ya existía, mientras que la condesa Lovelace ideó-o imaginó, según se vea- funciones para su máquina, incluyendo la creación de un algoritmo para el cálculo de números Bernoulli. Y tal cosa ha sido reconocida como el primer programa. Aunque debates no han faltado, claro, ya que están quienes afirman que fue el propio Babbage quien escribió el programa, lo que no sorprende.

Y sigo preguntando, ¿cuánta gente sabe quién es la señora que aparece en el holograma de Microsoft? Pues es la mismísima 'encantadora de números', Ada Augusta Lovelace, la primera programadora del mundo. Creo que, de no haber sido hija de una 'medias azules', y de no haber formado parte del vilipendiadísimo-hasta por su propio padre- grupo de 'femmes savantes', la carrera de la computarización-si se me permite el neologismo- se hubiera visto plagada de más baches, hoyos y tropezones de los que tuvo. Aunque mucha gente la maldiga cada que le echa pestes a la computadora, o que piensen que -indirectamente- gracias a ella la sociedad posmoderna es basura, yo sí tengo mucho que agradecerle. A pesar de ser poco menos que una analfabeta funcional en el manejo de ordenadores.

viernes, 6 de marzo de 2009

Histerismos literarios

Hace unos cuantos antieres, cayó en mis manos un libro: 'Si hubiera espinas', de V.C. Andrews. Al caer en la cuenta que era la tercera-¡tercera!- parte de un bastante largo chisme, del que uno se entera en el citado libro en retazos, rogaba que me fuera dado, en un futuro no muy lejano, poner mis ya picados de curiosidad ojos en el resto de la historia. Mis plegarias recibieron pronta solución: una señora, de cuyo nombre no quiero acordarme, a quien las mugres acumuladas en su departamento amenazaban con desplazarla del mismo, decidió un día hacer limpieza de primavera en su librero, y, entre las donaciones tan generosamente hechas, se encontraba la colección de cuatro, ¡cuatro tomos! de la citada autora. Yo imaginaba que simplemente el dengue había terminado justo donde lo dejamos, pero no, había, incluso, para mi deleite, una cuarta parte. Huelga decir que devoré los citados libros con gran avidez.




Lo que cuenta la señora Andrews en sus libros es poco más o menos lo que sigue: en el primer volumen, cuatro niños llegan a vivir a la mansión de sus abuelos, tras la muerte de su padre. Pero los niños tienen que esconderse, por órdenes de su abuela, en el ático. Es ahí donde comienzan a enterarse de 'su historia': la madre se había casado con el hermanastro de su padre y había sido desheredada, razón por la cual, los niños ignoraban que los abuelos eran nauseabundamente ricos. Pasan los años, y los niños siguen viviendo de las promesas que les hace su madre: primero, que en cuanto su padre la perdone, podrán bajar del ático, para después cambiar la jugada. Ya no será hasta que la perdone, sino hasta que se muera. Entre tanto, los niños se ven presas de una abuela coriácea y fanática, que no vacila en castigarlos por la mínima falta. Y la madre, lentamente y bajo el influjo de sus padres, se va convirtiendo en una persona igualmente despiadada, que no duda en mantener a los chamacos encerrados en lo que ella se pesca un nuevo marido y se asegura la herencia. Amén de verse castigados por la abuela, en el ático sucede algo que viene a coronar lo anterior: el hermano mayor viola a la hermana, que es la que narra la truculenta historia. Hacia el final del primer volumen, los chamacos deciden escaparse, ya que han notado que están enfermos y temen por sus vidas y las de los hermanos menores. En una de tantas escapadas, el hermano mayor escucha una conversación que lo deja helado: el abuelo llevaba muerto quién sabe cuánto tiempo, y ellos seguían encerrados. Se largan, tras enterarse y corroborar que la madre había estado tratando de envenenarlos, de lo que acaban por convencerse después de la muerte del menor de los niños.




Los volúmenes siguientes podrían resumirse más o menos así: tras de haber sido adoptados por un médico, y tratar de llevar una vida más o menos normal, la hija cuenta cómo busca vengarse de la madre que trató de envenenarlos. Le amarga la vida en formas bastante infantiles, para terminar volándole al segundo marido, siempre con la oposición del hermano. Tras una escena de reconocimientos y echadas en cara, la casa donde habían estado encerrados se quema, y la abuela, junto con el hombre en disputa, mueren. La narradora se casa con el médico que los adoptó, quien muere poco tiempo después. La narración termina dando a entender un simulacro de matrimonio entre ella y el hermano, y se largan al otro extremo del país junto con los dos hijos de ella, uno de su primer matrimonio con un bailarín, el otro, hijo del marido de su madre. El tercer volumen lo narran los chamacos a partir del momento en que llega una vecina misteriosa al lugar donde viven, que resulta ser su abuela. Los chamacos se enteran de todo el merengue por retazos, gracias en parte a las revelaciones hechas por la abuela del chamaco mayor, para terminar, tras una crisis de desequilibrios, con una casa quemada-cualquier semejanza con el segundo volumen...no es mera coincidencia- y un testamento leido, en un orden reestablecido.




El cuarto tomo versa sobre el regreso a la casona del principio. Ya ha sido restaurada, y la herencia de la abuela, aquella fabulosa fortuna por la que todo comienza, cae en manos del nieto/hijastro-si se tiene en cuenta que es hijo de su hija y de su segundo marido-. Y en un enredo que parece ya completamente innecesario, puesto que lo que había mantenido la tensión en los libros anteriores, que eran las intrigas de lo que no se sabe y se empieza a saber, cómo se toma y quién lo toma, ya no existe, presenciamos un verdadero desfile de traumas humanos, bastante infantiles si se comparan con el sensacionalismo manejado en las anteriores novelas. La trama se ha simplificado al punto que el pleito del nieto/hijastro es simplemente la herencia y el control. Hay una entenada que enreda las cosas de manera gratuita, y para terminar pronto, una repetición ramplona de lo que ya se ha leído hasta el momento: una esposa que huye, un hijo inválido-creyó que no nos daríamos cuenta que ahora prefirió la silla de ruedas al sepelio-, para terminar en el típico final feliz: los hijos, en completa armonía, han encontrado su camino, por lo que la atormentada narradora ya puede morir en paz, después de que, coincidentemente, muere su hermano/marido en la misma forma en que murió el padre de ambos, años atrás.




Si la cuarta entrega ya parecía innecesaria, la quinta, una 'precuela', que le llaman, sobra completamente. 'Garden of Shadows'-ignoro cuál es la traducción al español, si es que existe-, tiene por narradora a aquella abuela que recibe a los niños por la puerta trasera cuando llegan a la mansión. Empezando desde sus años mozos, se nos regala una historia bastante simplona, carente de la truculencia de las tres primeras novelas, pero con un sensacionalismo que no hace sino abaratar las cosas. Como dije anteriormente, el hilo conductor de los tres primeros tomos es la intriga: empezando por el matrimonio de la madre con el medio tío, el origen de los niños, y después, la relación incestuosa entre los dos hermanos, que se oculta hasta donde se puede, sin obstar que siempre el círculo en el que se mueven resulta sumamente cerrado. Una vez desvelados dichos 'enigmas', no queda mucho más por contar, y sorprende la longevidad de los mismos. Pero en un golpe de escena que sin duda Andrews creyó genial, ahora nos añade una piedra más en el costal de los 'secretos de familia': resulta que la hija no es la hija, y que en realidad no se casa con su tío, sino con su medio hermano. El principio del romance de ambos se narra en términos bastante parecidos a lo que ya había sido expuesto en 'Flores en el ático', aderezado con lo que Andrews supone un ambiente de cuento de hadas oscuro, donde los trágicos amantes son sentenciados a no ser felices nunca. Pero, lo que se contó en los primeros libros dista mucho de lo que aparece en las nuevas páginas. Porque lo que fue una historia de pérdida de la inocencia en su sentido más literal, es decir, parafraseando a Ian Watt-y empezaremos con los 'mamemas', que dijera la doctora Pimentel-pasar de la 'santa ignorancia' de las realidades de la vida a enfrentarse con las partes más brutales de la misma, como la muerte, el desamparo, etcétera, por no hablar de una inocencia en sentido sexual, donde los personajes florecen, según la tradición erótica dicta-de acuerdo con Robert Darnton-, al conocimiento de la vida y a la consciencia a través del conocimiento sexual-como es el caso de los hermanos incestuosos, quienes adquieren una consciencia mucho más acusada de quienes son y dónde están a partir del episodio de la violación-, termina siendo una historia 'picante', plagada de violaciones, anécdotas curiosamente semejantes a las narradas en el cuarto libro según el orden de aparición, y sexo consensual entre parientes con un grado muy próximo de consanguinidad.




Pero vámonos por partes, que dijera el doctor Frankenstein. Lo que resulta desagradable del libro en sí-de la última entrega, quiero decir-, no es el desfile de perversiones, ni maldades, o que sea una historia picante privada en cierta forma del sentido que solía decorar los demás libros. No. Lo chocante en este caso, radica en que parece que la señora Andrews simplemente tomó retazos de sus anteriores producciones y los pegoteó juntos, en una suerte de 'patchwork' que por momentos resulta bastante monótono. No importa que los personajes que llevan a cabo las acciones sean otros, en el fondo la narración es la misma, punto por punto, casi palabra por palabra. A pesar de su manía circular, por tratar de empezar y terminar todo en el mismo lugar-no hay que olvidar que la narradora de tres de los cuatro primeros volúmenes termina falleciendo en el ático de Foxworth Hall, en medio de flores de papel-, esta vez se pasó de rosca en lo que llamaré 'machaconería literaria cuando el cerebro y la intriga no dan pa'más'. Y ni qué decir de los personajes sobre los que se había construido la trama de los cuatro libros que asientan las historias de la 'trágica' familia de marras. Cada uno de ellos había sido cuidadosamente construido, y si de algo se carecía era de inconsistencias a la hora en que cualesquiera de los personajes se refirieran a los mismos. Pero, a la hora que la Andrews se da a la tarea de explicarnos 'cómo empezó todo', parece que, y siguiendo su metáfora jardineril, las semillitas que planta en este libro son de otra especie de plantas. La obra queda destejida prolijamente por su propia autora, quien, en un afán de justificar los 'horrores' y 'espantos' baratos con que nos obsequió a lo largo de cuatro volúmenes, cae todavía más bajo en el ámbito de la justificación ramplona y la anécdota sin mayor sentido.




¿Que si recomiendo la lectura del mismo a los que ya conocen las cuatro historias anteriores-según orden de aparición-? No. En mi opinión es simplemente un ejercicio de ordeña de un tema que la señora se dedicó a trillar por espacio de cuatro volúmenes. Sorprende, como ya comentaba, la longevidad de la intriga, dado que en sí misma es harto simple. Sin embargo, a lo largo de tres volúmenes, la autora se encarga de, si no revitalizarla, por lo menos de darle giros nuevos a la misma. Lo que se origina en el primer volumen, se extiende por dos más. Sus personajes, a pesar de tratar de hacerlos complejos, con motivaciones y traumas distintos, son bastante lineales. Lo que sucede es que, al prolongar de más la historia, la señora se dedica a amontonar 'linduras' sobre ellos-que ya lo hace, pensándolo bien, desde el tercer tomo-, con lo que consigue un efecto un tanto abigarrado que no termina de justificar la extensión hasta el cuarto tomo, mucho menos al quinto. Se carece de efectos diríamos 'retóricos', puesto que, si se le ocurre en el tercer tomo justificar el habla elaborada de los niños alegando que se les enseñan palabras difíciles con tal de que entiendan el merengue que se traen los que consideran sus padres, nunca llega a convencernos de que el que habla es el niño medio tarumba que es Bart Winslow-no le pedimos la complejidad de un Faulkner en 'The Sound and the Fury' con su retrasado mental del Benjy, pero un poco más de esfuerzo no hubiera venido mal-. Y si ya de por sí sus estrategias narrativas son pobres, en este último libro son todavía peores. La que narra la historia, ya se dijo, es la abuela, la coriácea abuela que les cuadricula la vida a los chamacos, pero bien pareciera que no ha habido un ápice de cambio en la persona que narra. Contrasta fuertemente, hacia el final del libro, lo invariable de la voz que narra, que, como ya se dijo, parece ser la misma de los cuatro tomos anteriores, con el árido discurso de la abuela que los recibe en su casa y con una introducción que es la que justamente uno esperaría del personaje: seca, cortante, dura. Las palabras que les espeta no sólo resultan inadecuadas, suenan hasta absurdas. La autora no supo mantener el tono, lo que hubiera ayudado a hacer la narración mucho más interesante. La verdad esperaba un poco más de la Andrews, pero parece que lo que ella entiende por 'estilo' se reduce a simplemente repetir lo mismo, con la misma voz y en el mismo tono. El mismo tipo de intriga, los personajes iguales...la 'maldición' de una familia, supuestamente destinada por la autora a repetir los errores del pasado, se convierte en un asunto de poco cerebro y menos inventiva, en donde la autora se dedica a repetir sus propias tramas y hasta su mismo discurso.




Addendum: curioseando por las páginas de Internet en donde algo se ha dicho de la citada escritora, llegamos a la conclusión de que la seudo-crítica y el arrebato de la fanaticada se pasan de ignorantes. Dicen de la Andrews algo así como que su estilo es un 'Gótico único'. Me pregunto si de verdad esa gente sabe lo que es una novela 'gótica', o cuáles son los elementos que caracterizan al género. Claro, podría decirse que para la mayoría del lector contemporáneo, lo 'gótico' se resume a Drácula-para los más aventajados-, las novelas de Anne Rice, y por supuesto, las chorradas de Stephanie Meyer. Ann Radcliffe ha de estar revolviéndose en su tumba, junto con Walpole y con Lewis.

viernes, 6 de febrero de 2009

Kurosawa y el 'ramen western'

El héroe solitario entra en escena. Prácticamente un vagabundo, llega a un pueblo devastado por las pugnas internas, la corrupción y la lucha por el poder de dos facciones que se oponen. El pueblo mismo se encuentra dividido entre los que apoyan a la facción tal o cual. El héroe al principio no parece ser tal: está dispuesto a vender sus muy particulares talentos al mejor postor. Conforme se desarrolla la trama, el héroe revela que, a pesar de su exterior taciturno y hosco, es en realidad un justiciero, con una concepción muy propia de la justicia. El desfacedor de entuertos no deja de meterse en problemas, menos cuando empieza a perjudicar los intereses en juego en el pueblo. Lo pescan en una de tantas, lo golpean...pero no lo matan, lo que lo pone en situación de escapar. Regresa, tras enterarse que el amigo que le ha brindado asistencia se encuentra en las malévolas garras de una de las facciones del pueblo. Mata a todos los malos, y se desvanece de la escena, entre un viento que ruge y levanta nubes de polvo entre la devastada aldea. Ha cumplido su cometido.


¿Les suena conocido? Cómo no. Quién, a ver quién, puede decir en toda verdad y justicia que no ha visto una película de John Wayne, o de perdida, de la primera época de Clint Eastwood. Si hasta parecen verse los cactos choya, rodando entre el polvo de un devastado pueblo gringo. Hasta parece que escuchamos los tiroteos en donde se decide la suerte del malo equis o el malo yé, y sabemos que, al final, no puede sino salir vencedor el héroe, gracias a su destreza, a una pelusa en el ojo de su contrincante, o a que la cabaretera del pueblo, de esas que bailan levantándose la falda al son de la pianola y que nunca pueden faltar en estas películas, le enseñó la pierna en el momento preciso de apuntarle al bueno, así nos lo hayan dejado, un cuarto de hora antes, como Santo Cristo en Viernes Santo. Pues simplemente despojen a todos de sus ponchos, sus pistolas, sus botas y los omnipresentes caballos, y vístanlos a todos con kimonos y ármenlos de espadas, y tenemos en frente ni más ni menos que 'Yojimbo', película que ha sido transformada en objeto de culto por los cinéfilos que dicen amar a Akira Kurosawa por sobre todas las cosas como el más grande realizador que ha dado Japón al mundo.


No me malinterpreten. No creo que todas las películas de Kurosawa sean una reverenda porquería. Las hay que me han gustado, y mucho. 'Rashomon', por ejemplo, me parece un enredo narrativo bastante interesante, con una solución un tanto aguada, pero el desarrollo, en mi particular opinión, es de despertar bastante interés. 'Los siete samurais', también, es una excelente película, si bien no se siente tanto un cierto saborcillo a Nô que le confiere a las actuaciones en sus películas de su época samurai un tono muy interesante, actoralmente hablando. Pero 'Yojimbo', en mi opinión, es una pifia de proporciones mayúsculas.No termino de entender cómo es que Kurosawa, con las dotes que tenía para traducir, interpretar y contextualizar sus obras, como el caso de 'Trono de sangre', haya sido capaz de hacer una lectura tan al trancazo de los típicos 'westerns' gringos. Porque oigan ustedes, no cualquiera se pone a las patadas con Shakespeare a la hora de adaptar las obras y se libra con bastante gracia-piénsese, por ejemplo, en adaptaciones tales como 'Romeo+Julieta', un verdadero bodrio, o 'Ricardo III', bastante malito el resultado- . Sin embargo, pienso que tal vez el poco éxito de la seudo adaptación del western al Japón del siglo XIX se debió a premuras o quizás presiones por parte de los estudios.


Ya desde que comienzan a correr los créditos en la entrada de la película se puede prefigurar la que nos espera. Se observa el panorama del pueblo polvoso, con una explicación en texto-o caption, que dirían los entendidos, pero detesto pochear-que nos sitúa en una época y nos explica de dónde es que proviene el misterioso personaje que va avanzando lenta, pero decididamente, hacia su objetivo. La musiquilla con que se acompaña la entrada es muy de notar: oriental en su sabor, sí, pero con un aire de confusión, que no de fusión, que hace pensar que el señor Kurosawa ya se nos había holliwoodizado de más. Y a la breve, brevísima reseña sobre la trama hecha anteriormente, no puedo agregar mucho más. Vaya, ni siquiera nos perdonó a las cabareteras de pueblo, nada más que aquí las convirtió en unas simpatiquísimas geishas que ejecutan un gracioso número de música y baile para nuestro héroe. Claro que no podía faltar la madame, que cuida de su rebaño con un gran celo. Sólo se observa una única desviación del libreto: el héroe no cae perdidamente enamorado de ninguna de ellas, sino que en medio del agradabilísimo número, se levanta y se va. No le ataca un súbito deseo, ni de redimirlas ni de rescatarlas, lo cual no significa que no entren en sus planes justicieros; sabe, y muy bien, que en medio del revuelo que se armará mientras las dos facciones contendientes por el dominio del pueblo se destripan con todo vigor-gracias a sus maquinaciones perpetradas desde la sombra-, ellas encontrarán la forma de huir.

No sé qué es lo que el señor Kurosawa pudo haber hecho para llegar a un mejor resultado. Quizás debió haber contextualizado mejor su guión. O tal vez no debió de occidentalizar tanto el estilo de actuación que tan buen resultado da en 'Trono de sangre', donde, a pesar de saberse que se está viendo una adaptación de Shakespeare, se siente también todo el peso del teatro oriental en los gestos y la interpetación en general. A lo mejor debió de haber introducido algún pasaje efectista, muy en su estilo. Lo que sí se sabe es que, a pesar de ser una de las películas más conocidas de Kurosawa, si no es que la más, definitivamente no terminó de dar en la diana. O lo que es lo mismo, aunque la mona se vista de kimono de seda, mona hollywoodera se queda. Podemos, sin embargo, atribuirle una virtud: ser la máxima exponente del género que he dado en llamar el ramen western.