Hace unos cuantos antieres, cayó en mis manos un libro: 'Si hubiera espinas', de V.C. Andrews. Al caer en la cuenta que era la tercera-¡tercera!- parte de un bastante largo chisme, del que uno se entera en el citado libro en retazos, rogaba que me fuera dado, en un futuro no muy lejano, poner mis ya picados de curiosidad ojos en el resto de la historia. Mis plegarias recibieron pronta solución: una señora, de cuyo nombre no quiero acordarme, a quien las mugres acumuladas en su departamento amenazaban con desplazarla del mismo, decidió un día hacer limpieza de primavera en su librero, y, entre las donaciones tan generosamente hechas, se encontraba la colección de cuatro, ¡cuatro tomos! de la citada autora. Yo imaginaba que simplemente el dengue había terminado justo donde lo dejamos, pero no, había, incluso, para mi deleite, una cuarta parte. Huelga decir que devoré los citados libros con gran avidez.
Lo que cuenta la señora Andrews en sus libros es poco más o menos lo que sigue: en el primer volumen, cuatro niños llegan a vivir a la mansión de sus abuelos, tras la muerte de su padre. Pero los niños tienen que esconderse, por órdenes de su abuela, en el ático. Es ahí donde comienzan a enterarse de 'su historia': la madre se había casado con el hermanastro de su padre y había sido desheredada, razón por la cual, los niños ignoraban que los abuelos eran nauseabundamente ricos. Pasan los años, y los niños siguen viviendo de las promesas que les hace su madre: primero, que en cuanto su padre la perdone, podrán bajar del ático, para después cambiar la jugada. Ya no será hasta que la perdone, sino hasta que se muera. Entre tanto, los niños se ven presas de una abuela coriácea y fanática, que no vacila en castigarlos por la mínima falta. Y la madre, lentamente y bajo el influjo de sus padres, se va convirtiendo en una persona igualmente despiadada, que no duda en mantener a los chamacos encerrados en lo que ella se pesca un nuevo marido y se asegura la herencia. Amén de verse castigados por la abuela, en el ático sucede algo que viene a coronar lo anterior: el hermano mayor viola a la hermana, que es la que narra la truculenta historia. Hacia el final del primer volumen, los chamacos deciden escaparse, ya que han notado que están enfermos y temen por sus vidas y las de los hermanos menores. En una de tantas escapadas, el hermano mayor escucha una conversación que lo deja helado: el abuelo llevaba muerto quién sabe cuánto tiempo, y ellos seguían encerrados. Se largan, tras enterarse y corroborar que la madre había estado tratando de envenenarlos, de lo que acaban por convencerse después de la muerte del menor de los niños.
Los volúmenes siguientes podrían resumirse más o menos así: tras de haber sido adoptados por un médico, y tratar de llevar una vida más o menos normal, la hija cuenta cómo busca vengarse de la madre que trató de envenenarlos. Le amarga la vida en formas bastante infantiles, para terminar volándole al segundo marido, siempre con la oposición del hermano. Tras una escena de reconocimientos y echadas en cara, la casa donde habían estado encerrados se quema, y la abuela, junto con el hombre en disputa, mueren. La narradora se casa con el médico que los adoptó, quien muere poco tiempo después. La narración termina dando a entender un simulacro de matrimonio entre ella y el hermano, y se largan al otro extremo del país junto con los dos hijos de ella, uno de su primer matrimonio con un bailarín, el otro, hijo del marido de su madre. El tercer volumen lo narran los chamacos a partir del momento en que llega una vecina misteriosa al lugar donde viven, que resulta ser su abuela. Los chamacos se enteran de todo el merengue por retazos, gracias en parte a las revelaciones hechas por la abuela del chamaco mayor, para terminar, tras una crisis de desequilibrios, con una casa quemada-cualquier semejanza con el segundo volumen...no es mera coincidencia- y un testamento leido, en un orden reestablecido.
El cuarto tomo versa sobre el regreso a la casona del principio. Ya ha sido restaurada, y la herencia de la abuela, aquella fabulosa fortuna por la que todo comienza, cae en manos del nieto/hijastro-si se tiene en cuenta que es hijo de su hija y de su segundo marido-. Y en un enredo que parece ya completamente innecesario, puesto que lo que había mantenido la tensión en los libros anteriores, que eran las intrigas de lo que no se sabe y se empieza a saber, cómo se toma y quién lo toma, ya no existe, presenciamos un verdadero desfile de traumas humanos, bastante infantiles si se comparan con el sensacionalismo manejado en las anteriores novelas. La trama se ha simplificado al punto que el pleito del nieto/hijastro es simplemente la herencia y el control. Hay una entenada que enreda las cosas de manera gratuita, y para terminar pronto, una repetición ramplona de lo que ya se ha leído hasta el momento: una esposa que huye, un hijo inválido-creyó que no nos daríamos cuenta que ahora prefirió la silla de ruedas al sepelio-, para terminar en el típico final feliz: los hijos, en completa armonía, han encontrado su camino, por lo que la atormentada narradora ya puede morir en paz, después de que, coincidentemente, muere su hermano/marido en la misma forma en que murió el padre de ambos, años atrás.
Si la cuarta entrega ya parecía innecesaria, la quinta, una 'precuela', que le llaman, sobra completamente. 'Garden of Shadows'-ignoro cuál es la traducción al español, si es que existe-, tiene por narradora a aquella abuela que recibe a los niños por la puerta trasera cuando llegan a la mansión. Empezando desde sus años mozos, se nos regala una historia bastante simplona, carente de la truculencia de las tres primeras novelas, pero con un sensacionalismo que no hace sino abaratar las cosas. Como dije anteriormente, el hilo conductor de los tres primeros tomos es la intriga: empezando por el matrimonio de la madre con el medio tío, el origen de los niños, y después, la relación incestuosa entre los dos hermanos, que se oculta hasta donde se puede, sin obstar que siempre el círculo en el que se mueven resulta sumamente cerrado. Una vez desvelados dichos 'enigmas', no queda mucho más por contar, y sorprende la longevidad de los mismos. Pero en un golpe de escena que sin duda Andrews creyó genial, ahora nos añade una piedra más en el costal de los 'secretos de familia': resulta que la hija no es la hija, y que en realidad no se casa con su tío, sino con su medio hermano. El principio del romance de ambos se narra en términos bastante parecidos a lo que ya había sido expuesto en 'Flores en el ático', aderezado con lo que Andrews supone un ambiente de cuento de hadas oscuro, donde los trágicos amantes son sentenciados a no ser felices nunca. Pero, lo que se contó en los primeros libros dista mucho de lo que aparece en las nuevas páginas. Porque lo que fue una historia de pérdida de la inocencia en su sentido más literal, es decir, parafraseando a Ian Watt-y empezaremos con los 'mamemas', que dijera la doctora Pimentel-pasar de la 'santa ignorancia' de las realidades de la vida a enfrentarse con las partes más brutales de la misma, como la muerte, el desamparo, etcétera, por no hablar de una inocencia en sentido sexual, donde los personajes florecen, según la tradición erótica dicta-de acuerdo con Robert Darnton-, al conocimiento de la vida y a la consciencia a través del conocimiento sexual-como es el caso de los hermanos incestuosos, quienes adquieren una consciencia mucho más acusada de quienes son y dónde están a partir del episodio de la violación-, termina siendo una historia 'picante', plagada de violaciones, anécdotas curiosamente semejantes a las narradas en el cuarto libro según el orden de aparición, y sexo consensual entre parientes con un grado muy próximo de consanguinidad.
Pero vámonos por partes, que dijera el doctor Frankenstein. Lo que resulta desagradable del libro en sí-de la última entrega, quiero decir-, no es el desfile de perversiones, ni maldades, o que sea una historia picante privada en cierta forma del sentido que solía decorar los demás libros. No. Lo chocante en este caso, radica en que parece que la señora Andrews simplemente tomó retazos de sus anteriores producciones y los pegoteó juntos, en una suerte de 'patchwork' que por momentos resulta bastante monótono. No importa que los personajes que llevan a cabo las acciones sean otros, en el fondo la narración es la misma, punto por punto, casi palabra por palabra. A pesar de su manía circular, por tratar de empezar y terminar todo en el mismo lugar-no hay que olvidar que la narradora de tres de los cuatro primeros volúmenes termina falleciendo en el ático de Foxworth Hall, en medio de flores de papel-, esta vez se pasó de rosca en lo que llamaré 'machaconería literaria cuando el cerebro y la intriga no dan pa'más'. Y ni qué decir de los personajes sobre los que se había construido la trama de los cuatro libros que asientan las historias de la 'trágica' familia de marras. Cada uno de ellos había sido cuidadosamente construido, y si de algo se carecía era de inconsistencias a la hora en que cualesquiera de los personajes se refirieran a los mismos. Pero, a la hora que la Andrews se da a la tarea de explicarnos 'cómo empezó todo', parece que, y siguiendo su metáfora jardineril, las semillitas que planta en este libro son de otra especie de plantas. La obra queda destejida prolijamente por su propia autora, quien, en un afán de justificar los 'horrores' y 'espantos' baratos con que nos obsequió a lo largo de cuatro volúmenes, cae todavía más bajo en el ámbito de la justificación ramplona y la anécdota sin mayor sentido.
¿Que si recomiendo la lectura del mismo a los que ya conocen las cuatro historias anteriores-según orden de aparición-? No. En mi opinión es simplemente un ejercicio de ordeña de un tema que la señora se dedicó a trillar por espacio de cuatro volúmenes. Sorprende, como ya comentaba, la longevidad de la intriga, dado que en sí misma es harto simple. Sin embargo, a lo largo de tres volúmenes, la autora se encarga de, si no revitalizarla, por lo menos de darle giros nuevos a la misma. Lo que se origina en el primer volumen, se extiende por dos más. Sus personajes, a pesar de tratar de hacerlos complejos, con motivaciones y traumas distintos, son bastante lineales. Lo que sucede es que, al prolongar de más la historia, la señora se dedica a amontonar 'linduras' sobre ellos-que ya lo hace, pensándolo bien, desde el tercer tomo-, con lo que consigue un efecto un tanto abigarrado que no termina de justificar la extensión hasta el cuarto tomo, mucho menos al quinto. Se carece de efectos diríamos 'retóricos', puesto que, si se le ocurre en el tercer tomo justificar el habla elaborada de los niños alegando que se les enseñan palabras difíciles con tal de que entiendan el merengue que se traen los que consideran sus padres, nunca llega a convencernos de que el que habla es el niño medio tarumba que es Bart Winslow-no le pedimos la complejidad de un Faulkner en 'The Sound and the Fury' con su retrasado mental del Benjy, pero un poco más de esfuerzo no hubiera venido mal-. Y si ya de por sí sus estrategias narrativas son pobres, en este último libro son todavía peores. La que narra la historia, ya se dijo, es la abuela, la coriácea abuela que les cuadricula la vida a los chamacos, pero bien pareciera que no ha habido un ápice de cambio en la persona que narra. Contrasta fuertemente, hacia el final del libro, lo invariable de la voz que narra, que, como ya se dijo, parece ser la misma de los cuatro tomos anteriores, con el árido discurso de la abuela que los recibe en su casa y con una introducción que es la que justamente uno esperaría del personaje: seca, cortante, dura. Las palabras que les espeta no sólo resultan inadecuadas, suenan hasta absurdas. La autora no supo mantener el tono, lo que hubiera ayudado a hacer la narración mucho más interesante. La verdad esperaba un poco más de la Andrews, pero parece que lo que ella entiende por 'estilo' se reduce a simplemente repetir lo mismo, con la misma voz y en el mismo tono. El mismo tipo de intriga, los personajes iguales...la 'maldición' de una familia, supuestamente destinada por la autora a repetir los errores del pasado, se convierte en un asunto de poco cerebro y menos inventiva, en donde la autora se dedica a repetir sus propias tramas y hasta su mismo discurso.
Addendum: curioseando por las páginas de Internet en donde algo se ha dicho de la citada escritora, llegamos a la conclusión de que la seudo-crítica y el arrebato de la fanaticada se pasan de ignorantes. Dicen de la Andrews algo así como que su estilo es un 'Gótico único'. Me pregunto si de verdad esa gente sabe lo que es una novela 'gótica', o cuáles son los elementos que caracterizan al género. Claro, podría decirse que para la mayoría del lector contemporáneo, lo 'gótico' se resume a Drácula-para los más aventajados-, las novelas de Anne Rice, y por supuesto, las chorradas de Stephanie Meyer. Ann Radcliffe ha de estar revolviéndose en su tumba, junto con Walpole y con Lewis.
Me parece que tu análisis podría servir como el primer paso para estudiar el interesantísimo fenómeno de la "sobreexplotación narrativa", es decir, ese gusto evidente en muchos escritores por, como tú dices, "ordeñar la vaca" ab aeternum.
ResponderEliminarClaro, para todo hay explicación y disculpa. No faltarán los que contraargumenten la noción de "universos narrativos" para justificar que tal o cual autor se la pase produciendo secuelas y precuelas veinte años seguidos, hablando de una misma familia (sin ir más allá de la segunda generación) y los vecinos de junto.
Por supuesto, que detrás de las "sagas" existan motivaciones ideales o deseos prosaicos, poco importa a la hora de discutir acerca de valores estéticos. Lo fundamental sería llegar a determinar las dificultades a las que se enfrenta un "novelista serial" (dicho, más o menos, sin intención de bromear): explosión demográfica actorial, envejecimiento del "reparto" original, proliferación (y expanción) de las líneas narrativas, necesidad de crear NUEVAS tensiones y crisis, etc.
Yo me pregunto -volviendo al caso particular de V. C. Andrews (y otros narradores como ella... Toni Morrison, por ejemplo)-, ¿de cuántas de estas cosas llegó a estar consciente la buena señora? Por lo visto, no de muchas; y precisamente eso explica -desde mi punto de vista- la naturaleza del error trágico fundamental de su carrera como escritora; esa hubris literaria que consiste en pensar, "bueno, si ya escribí una novela exitosa, ¿cómo demonios no voy a saber cómo escribir otras diez?" La cual lógica lo lleva a uno, por regla general, a escribir diez veces más... el mismo libro (y todos sabemos qué pasa con el chiste contado más de una vez en la misma fiesta).
Oooooh, pero la diferencia entre la Andrews y la Morrison es que, mientras una es considerada 'basura', supongo, en cualquier ámbito académico que más o menos se respete, a la otra se le cantan loas y se le da el Nobel, por ser la 'voz de las víctimas', o lo que es lo mismo, por su vocación de gran chismosa que nos va a venir a decir, o lo que nadie sabe, o lo que nadie se atreve. Cosas de la vida, cosas de la literatura.
ResponderEliminarAhhh (corean en agudo unísono una asamblea de enanos como los que trabajan en La Muchedumbre)... claro: y, entonces, lo que en un caso es vulgar refriteo, en el otro se convierte, de forma automática, en "cierto tipo de mecanismo retórico-narrativo" que pasará a la historia bautizado con su respectivo y sonoro mamema.
ResponderEliminarMe han hecho reír mucho, tanto la entrada, como sus comentarios. Como dato inicial, la porquería reseñada sí está traducida, y se llama tal cual, Jardín de sombras. Desde aquí, si ustedes me lo permiten, esbozaré lo que me ha dejado lo dicho en el blog, sumado a mis humildes valoraciones.
ResponderEliminarPrimera memez: Jardín de sombras... ¿pero cuál jardín, hombre? (póngasele acento de madrileño asiduo a la taberna). El primer libro del culebrón se llama Flores en el ático, y habla de un ático; el segundo se titula Pétalos al viento, y sí, la metáfora funciona, aunque es baratona; el tercero, Si hubiera espinas, que funciona si uno no hace caso del despropósito implícito en el tiempo del verbo porque no debería ser "si hubiera", sino "hay espinas" lo que, visto el rumbo de la narración, debería ser mejor "¡ay! ¡espinas!"; el cuarto también tiene lógica, Semillas del ayer, y es perfectamente honesto dada la repetitividad manifiesta de la trama. Pero ¿jardín de sombras? Si la narradora no se traiciona a sí misma (que, vista la reseña, no lo hace), el elemento de contraste siempre entre el drama que viven los personajes y la perspectiva de un futuro mejor es, justamente, un jardín. Poner juntos "jardín" y "sombras" queda ultra chafa, no da idea de nada y mata las expectativas del lector porque se anuncia todo como una cuestión harto barata; es como si una película de terror se anunciara "te asusto, te espanto, te aterrorizo." Como diría un amigo, es una mamá dando consejos.
Luego, el estilo. Si ya el final de la trama es de por sí impensable, e imperdonable, esto parece ya el colmo de los petardos. Obvio es que la infracción de los posibles narrativos conduzca a un final distinto de aquello que se anuncia en el relato, pero esa especie de "expiación", que no es sino una vuelta a lo mismo, y que desemboca en la muerte de Cathy, queda harto patético, sobre todo porque, de buenas a primeras, al personaje comienza a dolerle la cabeza, premonición de su fin en medio del broncón que traen sus hijos. Y lo peor, el que todos tengan un final feliz haciendo lo que no hacían (el hijo bailarín, pinta, y el hijo monomaníaco se vuelve un tele-evangelista de éxito) es ya fracamente increíble, por no decir que es asquerosamente majadero y comercial, digno de cualquier historia contada por Juan Osorio.
En cuanto al antecedente (me niego tajantemente a usar el terminajo ése de "precuela", que es una gringadera intraducible), creo que termina por sonar, poco más o menos, al Libro de Mormón, donde se sabe lo que no se sabía porque, justamente, ya se sabe. Es decir, construir al último lo primero tiene el problema de que la narración está autojustificada y sólo hay que encajar los pedazos (los parches que se comentan en el resumen) para que la mamá no termine siendo la hija, ni el abuelo se transforme en el galán. Como es notorio, tal tipo de relato es harto aburrido, porque ya sabemos qué pasó, cómo y por qué, y los detalles no ayudan en nada a mejorar el efecto de lectura... claro, salvo que esos "detalles" impliquen asomar al lector por los ojos de las cerraduras para que vea la parte carnal y carnavalesca del asunto.
Buena reseña, vaya que me he divertido. Ah, y gracias por la indicación porque, en una de tantas, me animaba a comprar el libro. Ahora, ni pensarlo, y menos sabiendo que los personajes terminan reconfigurándose para hacer más truculenta la pseudointriga.
Pues si quieres, y de todas formas te queda algo de curiosidad, te lo presto. El único problema es...ya lo adivinaste, lo tengo en inglés. Lo bueno fue que cuando lo vi nuevo en Gandhi no lo compré...de topes me hubiera dado. Lo compré en La torre de viejo, por la módica cantidad de $22.50. Lo dejo a tu consideración.
ResponderEliminarSe agradecen los comentarios, y me gustaría hacer un par de observaciones sobre los mismos. Las metáforas de la Andrews del jardín son baratas, porque lo mismo hoy significan vida, libertad y esperanza, como mañana un tétrico lugar donde florecen los horrores. Sin embargo, y pensándolo bien, no son otra cosa que oximorones baratos, pensados, como la truculencia general de sus libros, para desorientar al lector, quien, al momento de abrir el libro, no tiene idea de lo que se va a encontrar. Por los mismos conceptos opuestos, a la vez que ambiguos, que pueden significar, lo mismo una novela rosa, que una historia de 'horrorosos horrores'.
Es muy acertado lo que apuntas sobre el Libro de Mormón. El único problema que veo con el símil es que, mientras el citado libro te cuenta lo que ya pasó en términos de 'va a pasar' y 'ya pasó, nosotros siempre lo supimos', en este caso es un '¿creías que ya sabías? Pues no'. Lejos de ser retórica barata, lo que resulta es una abominable falta de oficio y descuidos y patinazos interminables, contando mal una historia que ya se había contado. Mofles.