lunes, 6 de julio de 2009

Metonimias políticas...la conclusión

¿A dónde fue que llevó el análisis expuesto en las tres entregas anteriores, y qué tienen que ver con el título de las mismas? A esta picante pregunta intentaremos dar respuesta en esta última entrega de su apasionante serie "Metonimias Políticas".
Hace no mucho, poco más de un mes, que se celebraron las elecciones intermedias, fuimos testigos del circo electorero de toda la vida: basura electoral en las calles-de las que todavía no se desaloja, dicho sea de paso-, bardas pintarrajeadas con las seudo propuestas de los candidatos que aún es posible leer el día de hoy, los candidatos-hoy flamantes diputados, delegados, o reacios perdedores, como siempre- haciéndose acompañar de artistillas medio peleros o de sonidos ruidosos, en fin, lo que todos ya bien conocemos, a menos que se viva en la punta del cerro. Junto con eso, presenciamos también una inusitada campaña para anular el voto, que enarbolaba el siguiente slogan: "no voto y no me callo".
Los resultados, como ya sabemos, arrojaron las cifras de siempre en tanto abstención en elecciones intermedias: más del 50%. Pero lo que asombró a algunos fue que el voto anulado alcanzó la cifra del 6% "histórico", que dijeron algunos. No faltaron los memelas que se preciaban de ser la "cuarta fuerza política" con su voto anulado, aunque yo no entiendo lo de "fuerza política" hablando de un resultado que la verdad sea dicha, queda por constatar el alcance de su influencia para poderse denominar tal. Y, desafortunadamente, fuimos testigos del regreso del dinosaurio, vestido más a la moda, pero el mismo dinosaurio a fin de cuentas. Y tampoco faltaron los mentecatos que se alegraron de eso, como si ello no hubiera sido otra cosa que la más grande demostración de tontería dada por el pueblo mexicano.
¿A dónde vamos con lo anterior, y cómo es que se conecta con las entregas anteriores de la serie? A primera vista, parece que no tiene nada que ver. Sin embargo, en mi muy humilde opinión, tiene todo que ver, ya que, lo que encontramos en los condominios y unidades habitacionales de esta ciudad puede darnos una pista bastante clara sobre el estado de cosas en el país en general.
Porque, veamos: nunca falta el vecino que jamás pone un pie en las juntas, sin embargo es el que de todo se queja. Que si subieron el mantenimiento, que no está de acuerdo con la persona que hace la limpieza, que si el jardinero cobra muy caro, que si seguramente la persona que se encarga de mover los dineros se los está clavando...sin embargo, el vecino jamás ha manifestado sus puntos de vista delante del resto de los condóminos. ¿De qué sirve, pues, que se queje tanto? De nada. A sus quejas se las lleva el aire, porque nunca se ha tomado la molestia de cursarlas por los canales adecuados. Y peor todavía, si tan mal le parece el estado de cosas, es el que no haga nada. La participación que se requiere de un vecino es la mínima, sin embargo, si no hace ni eso, mucho menos se va a tomar la molestia de postularse para administrar los dineros que desde la comodidad de su poltrona él piensa que sabe cómo se manejan mejor. Tampoco se va a dignar a salir a buscar un jardinero que cobre menos, o una persona del aseo que limpie mejor. Ah, pero le resulta mucho más cómodo delegar esa responsabilidad a alguien más, que lo va a hacer como mejor pueda, cuando lo hace, y luego echarle la culpa cuando mete la pata. Siempre es más cómodo no comprometerse, ¿verdad?
Al vecino que transgrede poco le importa el resto de la gente que ocupa junto con él el espacio habitacional. No se da cuenta, o si se la da le importa un pimiento, que, al llevar un chucho lactante a su casa va a provocar, no sólo que los chillidos naturales del animal le quiten el sueño, sino que priven del mismo al resto de los vecinos. O, si el chucho hace sus gracias en los espacios comunes, se encoge de hombros y se espera a que llegue la persona que hace el aseo, ya que ni siquiera es capaz de sacar una jerga y limpiar. Y el resto de los condóminos, como ya se dijo anteriormente, no le dice nada. Porque todos ven como muy normal el que la gente quiera tener perros en su departamento. Pero los que saben callan, y los que no es lo mismo, de cualquier forma nadie, por 'educación', le va a plantar cara al vecino para que se lleve al chucho a ver a dónde. Y nadie quiere malquistarse con el prójimo, con el que se 'convive' y al que se tiene que ver casi del diario.
El que modifica sin avisar no sólo les pisa los callos al resto de los vecinos en tanto ruido de la obra, sino que puede que hasta los esté poniendo en riesgo al alterar la estructura de la construcción con sus brillantes ideas. Y otra vuelta, nadie le va a decir nada.
Los que arman fiestecitas nunca avisan, mucho menos invitan. Y nadie les dice nada, a pesar de que dejen perdidas las áreas comunes y que al día siguiente todos parezcan mapaches y crudos, sólo que con el asegún de que ni se divirtieron, ni bailaron, ni bebieron. En cambio, tuvieron que aguantar el ruido, y si son los vecinos de abajo, el bailoteo que reverberó en su techo toda la noche.
Podría seguirme enunciando las faltas en las que se incurren cuando se vive en condominio, sin embargo creo que con las entregas anteriores para el propósito bastan y sobran. Creo que los ejemplos anteriores sirven para demostrar los diferentes tipos de ciudadanos que somos. Por ejemplo, el que no participa en una junta vecinal, no se puede esperar que participe en una votación. Sin embargo, va a ser el primero que se queje de lo mal que está la situación, de que los políticos son basura y de que el gobierno no sirve para nada. Y yo pregunto: ¿con qué derecho tal persona se queja? Dirá que todo mundo es muy libre de quejarse, y que finalmente el voto nunca cambió nada, y que la clase política es una porquería, que todos roban, que ninguno trabaja y que todos viven a expensas del erario. Independientemente de la verdad o falsedad del argumento, el fondo es: ¿y qué hace o ha hecho la tal persona para quejarse con tal amargura? Seguramente nada. Seguramente ha visto transcurrir el tiempo en la politología del café, solucionando al país y al mundo entero con elucubraciones maravillosas "si los políticos lo hicieran". Pero no se trata sólo de la tarea del político, sino se trata primero de la tarea del ciudadano, en este caso particular. Y si el ciudadano no la hace, ¿cómo espera, en buena consciencia, que el político haga lo suyo, si llega al poder sin consenso, aupado por una minoría? ¿No creen que es casi darles permiso de que hagan lo que les dé la gana?
Otro ejemplo: el vecino transgresor, en cualquier ámbito que contemple la ley condominal. Casi podemos asegurar que es la gente que se queja de que los políticos hacen lo que quieren y nadie les dice nada. Sin embargo, en su microcosmos ellos exigen lo mismo. Cuando salen a la calle y desafortunadamente los asaltan, se quejan de que seguramente la policía está coludida con el caco y nunca lo van a agarrar, o que si van y levantan un acta, el ladrón 'volverá para vengarse', porque en México 'la justicia no funciona'. Y volvemos a las preguntas: y si la justicia funcionara, ¿dejarían de hacer fiestas que molestan a los vecinos y que se contemplan como técnicamente prohibidas en la ley condominal? ¿Se desharían del perro que no pueden tener según la misma ley? Y la respuesta es contundente: no. ¿Por qué? Bueno, las causas ya las expusimos anteriormente. Los dichos vecinos alegarán que ellos también tienen derecho a divertirse y a gozar de la compañía de un animalito. A eso se le llama impunidad. Yo sé que hay quienes alegarían que hay que guardar las distancias, que no es lo mismo tener un perro en un departamento que andar haciendo barbaridad y media, como hacen los políticos, sin embargo el principio es el mismo. Si las leyes se aplicaran con rigor, habría miles de funcionarios corruptos en el bote, y no habría manera de meter un perro en un departamento. Así de sencillo. Pero nos gusta el estado de excepción, nos gusta el 'a él sí, pero a mí no', nos gusta escudarnos en miles de pretextos, ya sea para dejar de cumplir con nuestros deberes o de plano, para transgredir las leyes.
Y esto no sólo aplica para los que vivimos en un departamento. Basta con salir a las calles para darnos cuenta de la amplitud que tiene esta metonimia. Basta con ver los que nos echan el carro encima sin poner las direccionales, basta con ver el peatón que atraviesa una calle con el mayor desparpajo aunque no le corresponda el paso, basta ver los que se pasan los altos, o los que dan la vuelta donde no les corresponde, o los que se cuelan en las filas del súper cuando uno se distrae, o los que exigen que se les ceda un asiento por equis o por yé, o que se les apliquen excepciones por razones que van desde lo meramente subjetivo y personal, hasta el apelar al mínimo sentido de humanidad del prójimo. Basta con detenernos un poquito a pensar en todo eso para darnos cuenta de que, si las cosas andan como andan, nosotros, como ciudadanos y como sociedad, tenemos buena parte de culpa en ello. Somos gandallas, nos gusta pisarle los callos al prójimo, a sabiendas o inconscientemente, nos encanta sacar ventaja, nos gusta hacer lo que no debemos 'porque todos lo hacen'. Distamos mucho de ser la sociedad modelo que nos permitiría, en un momento dado, rehusarnos a votar porque nadie nos convence, porque ya hemos participado mucho y no hemos visto resultados. Distamos mucho de la tan cacareada 'madurez política' que nos permitiría, efectivamente, dar una lección a la clase política con nuestro repudio a la hora de anular un voto. Distamos mucho de ello, señores, estamos a años luz de ser una sociedad que se interese, que se comprometa, que esté dispuesta a hacer un mínimo de sacrificios para cambiar las cosas. Siempre preferimos que sea alguien más quien venga y nos prometa que lo va a hacer, porque preferimos al que nos promete que con su varita de virtudes va a cambiar las cosas de un día para otro a aquel que nos pide que hagamos un esfuerzo. Nos gusta la comodidad, tanto ideológica como física, de saber que no se nos pide más allá del mínimo esfuerzo para lograr grandes resultados, como la anulación del voto, que no es más que, en mi muy personal opinión, una postura de adolescencia ideológica que exige derechos antes de conocer al dedillo las obligaciones y llevarlas a cabo. Ah, sin embargo, se exige que se nos tome en cuenta para la 'gran toma de decisiones', y nos quejamos cuando no se hace. Y yo pregunto: los que se pasan los altos y manejan como animales, infringiendo todos y cada uno de los artículos del reglamento de tránsito, ¿tienen derecho a meter baza en el manejo del país? Porque díganme ustedes: si somos incapaces de convivir en un microcosmos, como es un edificio de departamentos, ¿qué nos espera a nivel país? Si no nos sabemos comportar civilizada y maduramente en nuestro entorno más inmediato, ¿sabremos hacerlo en el mundo de las grandes decisiones?

miércoles, 1 de julio de 2009

Metonimias políticas III...espero que ya la última

Esta entrega versará sobre, como ya se anticipó en la pasada, sobre esos seres que pueblan los edificios, con los que se vive, como ya se dijo, puerta con puerta, pared con pared o piso con techo. Exactamente, los vecinos.


Un recorrido piso por piso nos dará indicio de lo que podemos encontrar, grosso modo, en casi cualquier edificio de esta ciudad, y seguramente en no pocos en provincia. Por ejemplo, nos topamos con los vecinos que tienen perros. Desde falderos, como poodles o schnauzers, hasta grandes daneses. Cualquiera que sea su dimensión, los perros ladran. Y mientras más chicos, peor. Y si el edificio tiene buena acústica, la debacle. Porque cuando los chuchos se deciden a armar su circo, no hay poder humano que los calle. Y lo peor de todo es que parece que, en cuanto uno empieza, los demás no tardan en seguirle, como si hubieran estado esperando una señal. No importa que sean las dos de la mañana, hora a la que, dicho sea de paso, parece que tienen especial cariño para empezar a aullar, los perros armarán su concierto a despecho de los gritos y chanclazos propinados por el dueño o de las mentadas que salen de los demás departamentos. Con todo lo molesto e incómodo, por decir lo menos, que parece lo anterior, lo verdaderamente malo de los perros es que tienen que hacer sus necesidades. Como cualquier otro ser viviente, consume alimento y produce desechos. No vamos a ir contra natura al grado de desear que los perros no tuvieran funciones corporales, no, eso nunca. El problema aquí lo generan los dueños, a quienes no parece importarles que los dichos desechos queden en la vía pública-y luego en el sistema respiratorio de los millones que poblamos la ciudad-, mientras no lo hagan en su alfombra o en sus muebles. Pocos, poquísimos son los que salen con su chucho y su bolsita de plástico, menos todavía los que salen con el brillante invento de la pala de plástico que se abre para recoger los desechos y tirarlos después. Y los peores forzosamente tienen que ser los que se esperan a sacar al chucho al último minuto, cuando al can están a punto de reventarle la vejiga o las tripas, y en cuanto ven puerta abierta, a hacer lo suyo en donde caiga...literalmente. El 'donde caiga' en esas circunstancias suele ser, desgraciadamente, el elevador, la escalera o los pasillos, denominados, como ya se dijo, 'areas comunes', o, en el peor de los casos, la puerta de algún inocente vecino. Y si pocos son los que salen con su bolsita, menos aún son los que salen con su jerga a limpiar la gracia del chucho. Muchos incluso se congratularán de que no fue en su casa, se encogerán de hombros, y darán media vuelta con su aliviado can, de regreso a casa. Esta gente ignora, de nuevo, la ley condominal, que con reformas fallidas o sin ellas, contempla que la gente que vive en régimen de condominio no puede tener mascotas que molesten o perturben la paz de los habitantes del inmueble, con lo que tenemos que el problema en sí no son los perros, sino quienes los condenan a vivir en la estrechez de un departamento, y que a un mismo tiempo condenan al resto de los vecinos a soportar, no tanto lo que hace el perro, sino la arbitrariedad del dueño, a quien en pocas ocasiones se le reclama algo, y cuando se hace, no se hace caso de los reclamos.


Los edificios cuentan, aún cuando sean de interés social, con espacios de estacionamiento, los cuales, y seguramente dictados de acuerdo a regulaciones de la pelea pasada, suelen ser uno por departamento, salvo las llamadas 'casas de renovación', surgidas tras el terremoto de 1985, y cuya función fue-y decimos fue porque hoy día el panorama es bien distinto-albergar a todos aquellos habitantes de inmuebles viejísimos conocidos como 'vecindades' que el temblor hizo el favor de echar abajo. Decíamos, pues, que aún en los más medio peleros edificios de departamentos de hoy día, a cada departamento le corresponde un lugar de estacionamiento, medida harto razonable si pensamos que en los '80-y antes, cuando suponemos se instrumentaron las regulaciones de construcción-, la adquisición de un automóvil era asunto harto complicado y nada barato. El problema hoy en día lo constituyen el desaforado afán de entregar créditos para adquirir vehículos automotores por parte de los bancos, y a un todavía más desaforado afán del gran público a adquirir cuantos vehículos pueda. Porque ya no es rara la familia que cuenta con más de un vehículo. Más bien, diríamos que lo extraño es la que no. Y las complicaciones empiezan cuando no hay más que un lugar de estacionamiento asignado al departamento donde habitan cinco personas y cada una de ellas cuenta con un vehículo. Cuando las unidades cuentan con espacios para aparcar, parece que siempre habrá vecinos dispuestos a hacer un dinerito extra rentando el espacio que a ellos les corresponde, siempre, claro está, que pertenezcan a la minoría que no tiene auto. Pero cuando no...Hay que aparcar en la calle, o de plano, cuando la unidad es cerrada, plantar el coche donde caiga. Lo anterior genera múltiples inconvenientes. No falta el que ya dejó encerrado al vecino, o ya le tapó su lugar, lo que genera bocinazos terribles, hasta que sale el transgresor, cuando no de plano se montan hasta en los pasos peatonales, con el pretexto de no estorbar. No falta también los que, cuando tienen visitas, les dicen que dejen el coche ahí por donde puedan, lo que puede derivarse en escenas todavía más terribles que las anteriores, ya que, por regla general, el invitado hace exactamente eso, dejar el coche donde caiga lo que causa las iras de quienes no pueden sacar su coche o de quienes no lo pueden guardar. Lo peor es que pocos tienen la decencia de indicar, con un papelito en su coche, en dónde están departiendo amablemente para irles a avisar, con toda corrección, que tienen que mover su ranfla porque estorba. Ni anfitriones, que son los que habitan la unidad, ni invitados, piensan en ello. Los primeros, porque no se les ocurre, y a los segundos simplemente no les interesa, porque, a fin de cuentas, en cuanto acabe la tertulia ellos se irán a su casa y el problema se les quedará a los otros. Sin embargo, las anteriores consideraciones llevan a lo que sigue: los hay que no piensan, a la hora de ávidamente aceptar un crédito para adquirir un coche, qué van a hacer con él en cuanto se lo lleven a casa. "Total, ya veremos", contestan cuando alguien, agudamente, les hace la observación de que no cuentan sino con un espacio de estacionamiento. Y el 'ya veremos' generalmente se soluciona como siempre: al trancazo, y las más de las veces, pisándole los callos a alguien por ponerse, o en un lugar que no les corresponde, o por taparle la entrada o salida a alguien más. Cosa que al feliz propietario de la flamante y problemática roña no le quita el sueño.


La existencia de ductos para tirar la basura pueden ser una bendición...o una maldición. Facilitan enormemente la vida, si se considera que lo único que debe hacerse cuando se junta la basura en casa es simplemente dirigirse al ducto, abrirlo, y depositar las bolsas en él. Parece sencillo, ¿no? Pues no lo es tanto. No faltan los que, a fuerza de querer deshacerse de la caja del refri que acaban de comprar, terminan por tapar el ducto, lo que genera que los que viven en el mismo piso se vean obligados a depositar sus bolsas justo afuera del ducto. Ni tampoco faltan los majaderos que, en vez de llenar sus bolsas, cerrarlas y tirarlas, vacían simplemente el contenido del cubo en el ducto. Ya se sabe que un ducto de basura es a fin de cuentas eso, un receptáculo de basura, pero también la urbanidad dicta que los desechos deben disponerse de manera correcta. Y ya que se habla de desechos, no hay que olvidar que no todos los edificios cuentan con la enorme ventaja del ducto, con lo cual el problema de la disposición de la basura se complica. Como sabemos, los servicios de limpia de esta ciudad no pueden ser calificados como los mejores o los más eficientes. Y si a eso le aunamos la facilonería y comodonería de la mayoría de los prójimos, la situación es de alivio. No sólo se juntará la basura en lugares 'estratégicos', donde ya se sabe que los basureros no pueden menos de verla y por tanto recogerla, lo que afeará de manera espantosa el panorama, sino que también se derivarán consecuencias non gratas, como la proliferación de bichos callejeros que hurgarán en las bolsas para husmear entre sus contenidos, y de fauna nociva como cucarachas y ratas. Vaya, ni en donde se cuenta con un servicio 'particular' de limpia, que pasa con toda regularidad es capaz la gente de morigerar sus sucias costumbres. Nunca faltan los que, con el pretexto de que nunca alcanzan al basurero, sea el de la delegación o el 'particular', dejan sus bolsas en pleno pasillo. Cajas de galletas vacías luciendo cascarones de huevo en su interior, vasos de unisel que a todas luces contuvieron jugos, bolsas del supermercado que amenazan con derramar sus contenidos a cada momento, es lo que se puede ver en los pasillos de estos benditos condominios. Lo anterior es no sólo, como ya se dijo, un problema de estética, sino un riesgo sanitario potencial, porque si el edificio de marras ya tiene una plaga de cucarachas, la tal plaga se exacerbará, y si no la tiene, es un anzuelo perfecto para que sienten plaza allá donde encuentren condiciones favorables, por no decir de los roedores, que tienen las mismas costumbres. Y ya mejor no hablemos de los infortunados que tropiezan con tales muestras de falta de urbanidad y positivo 'me importa un rábano, yo tengo que sacar la basura de mi casa'.


Los edificios cuentan con poblaciones de las más variadas edades. Se pueden observar desde personas de la tercera edad hasta bebés de brazos, pasando por parejas jóvenes, multitudinarias familias en donde se entremezclan todos los grupos de edad posibles, parejas de la tercera edad, mujeres solas con hijos, hombres solos con hijos, en fin, las variaciones son infinitas, más ahora, con la cada vez más grande apertura de la gente a los que se llaman 'estilos de vida alternativos'. Nada de lo anterior tendría nada de relevante, por supuesto, si no fuera porque parece ser que, a mayor el número de población adolescente, mayor el riesgo de padecer insomnio los fines de semana. No digo que la población del edificio en su conjunto se desvele porque no saben dónde anda el hijo del vecino Mondínguez, por ejemplo, sino que el conjunto de la población se desvela cuando al hijo del vecino Mondínguez se le ocurre hacer una fiestecita, con mucho estéreo, mucha entradera y salidera de gente, mucho güiri güiri en los pasillos hasta altas horas de la madrugada, todo ello aderezado con el típico pleito de las parejitas que ya escogieron agarrarse del chongo cuando las copas se empiezan a subir a la cabeza, o del par de borrachos que ya se vieron feo sepan ustedes por qué, con la debida intervención de toda la bola de cuates que quieren impedir la guamiza, y la desesperada intervención del hijo de Mondínguez, que les suplica que si se van a agarrar lo hagan afuera del edificio, ya que tiene expresamente prohibida la intervención de la policía, so pena de perder de por vida el permiso de hacer fiestecitas. Pero no sólo los adolescentes causan altercados y dificultades de este tipo, no. El pretexto del cumpleaños de la abuelita Nabora, por ejemplo, es una espléndida excusa para reunir a la familia. También puede ser un gran pretexto para cerrar áreas comunes con una carpa, y para escandalizar trayendo al mariachi. Y aunque el resto de los habitantes del edificio no tengan el placer de conocer a la abuelita Nabora, y mucho menos los hayan invitado a la fiesta, se la tienen que fumar cada que entran o salen, ya que lo tienen que hacer pidiendo permiso para pasar entre cazuelas de guisados, borrachos incipientes, atrafagadas mujeres que circulan por doquier llevando platos y vasos y niños que corretean por todas partes, entrando y saliendo del edificio como si por su casa anduvieran, y subiendo y bajando la escalera como potros desbocados, si es que no a algún chistoso se le ocurre, incluso, empezar a tocar los timbres de los departamentos para salir corriendo una vez llevada a término la gracia. Se comprende que todo mundo tenga algo que festejar en algún momento de la vida. Pero la ley condominal estipula que, si se va a hacer una fiesta con posible perturbación de la paz pública, se debe de solicitar la venia de los vecinos. Invitarlos no necesariamente, pero sí tener la decencia de preguntar si la fiesta incomodaría a alguien, o solicitar el permiso para utilizar las áreas comunes en caso de que se requieran. Pues no. "¿Y a los vecinos qué les importa que vaya a tener fiesta?", dirán algunos. Mucho, porque la diversión de unos puede significar el malestar de otros. El mariachi a las tres de la mañana no es algo que se califique de muy placentero, a menos que se esté en la fiesta con unas cuantas botellas entre pecho y espalda, y es menos placentero todavía cuando es acompañado por un coro de aguardentosas voces que más que cantar berrean. Y no se puede decir que sea un espectáculo muy agradable salir a la mañana siguiente y encontrar colillas de cigarro regadas por todas partes, rastros de bebidas derramadas en las escaleras, bolsas de papitas tiradas acá y allá, y en suma, las áreas comunes hechas un asco. El que sale lo nota, por supuesto, pero parece que la mugre derivada de la fiestecita se vuelve invisible para el anfitrión de la misma, quien hará la vista gorda hasta el día en que se haga el aseo. Pero por más molesto que sea lo anterior, sucede lo que con los perros. Pueden, y se causan, grandes molestias, pero nadie dirá nada por no malquistarse con los vecinos. Por tanto, los vecinos fiesteros salen impunes, armando escándalo cada que se les antoja, privatizando las áreas comunes cada que hay un cumpleaños en su familia, y ensuciando el edificio sin que nadie se los señale.


Y hablando de privatizar...Hay habitantes de condominios que, bajo pretexto de su seguridad, han puesto rejas en sus puertas. Santo y bueno, mientras no se nos garantice la seguridad, supónese que tenemos el derecho de proteger nuestra propiedad como mejor nos convenga. Pero una cosa es velar por la propia seguridad, y otra cosa devorarse de una tarascada un gran cacho de pasillo, que, dicho sea de paso, les pertenece a todos los condóminos, ya que por algo se llaman áreas comunes, no nos cansaremos de repetir. Pero eso, a algunos parece no importarles, para ellos su propiedad no es sólo comprendida entre sus paredes y delimitada por su puerta, no. Comprende hasta donde, según su santo juicio e infalible criterio, no le estorbe a nadie. Lo que puede extenderse desde su puerta...hasta donde sólo ellos saben. Los hay más discretos, claro, que sólo se vuelan un par de pasos fuera de su puerta. Como fuere, a no ser un par de centímetros, los justos para que la reja quede bien y sirva su propósito, es algo que no se debería de hacer, idealmente. Pero de cualquier forma se hace. Y los vecinos, al igual que los hipotéticos del igualmente supuesto Perénguez, no dicen ni mú. En parte por no malquistarse, ya se sabe, y en parte porque muchos desearían hacer justamente lo mismo.

Para concluir con este interesante catálogo de la fauna que puebla los condominios, resumiremos otros pecadillos, no por menos extensa la explicación, menos graves: los que se cuelgan de los servicios de las áreas comunes, dejando que sus gastos los pague el resto de los condóminos, aunque se frieguen las instalaciones por sus chistes, mismas que no se dan la molestia de arreglar; los que privatizan en serio las áreas comunes, utilizándolas para su uso exclusivo, llegando al extremo, incluso, de cerrarlas para hacer gala de benevolencia con los vecinos, abriendo la rejita que tuvieron la facha de poner para que pasen a la toma de agua común, misma que ellos usan para sus muy privados fines cuando no hay emergencia, o de plano para utilizarlas como jardín particular, plantando incluso los más diversos árboles frutales y plantas de ornato, pero eso sí, cuando el registro común se atasca-mismo que, ¡oh, feliz casualidad!, está sito justo en medio de su florido jardín-, recurren a los servicios delegacionales que a fin de cuentas todos pagan; los que, movidos de un afán decorativo, pintan sus puertas de un color que hace chiras pelas con el del resto de la pintura del edificio; o los que de pronto sienten que su verdadera vocación es la de decoradores de interiores, pero, para desgracia del resto de los condóminos, reciben su epifanía entre sueños y deciden comenzar a ejercer su recién descubierta senda de vida a las dos de la mañana, con mucha arrastradera de muebles, hartos golpes, y hasta uno que otro guamazo que inducen al resto de los desvelados vecinos a creer que el diseñador en ciernes se ha roto la cabeza, con lo que podrán dormir en paz por fin, pero sus esperanzas se ven frustradas cuando, un par de minutos después, vuelve la corredera de muebles y los consiguientes trancazos; los que, cuando deciden cambiar de mobiliario, movidos de la generosidad adornan las banquetas y las áreas verdes con colchones, divanes, sillones y demás mobiliario que siempre es muy bienvenido por los indigentes de la zona, pero muy mal visto por el resto de los vecinos, quienes, en el mejor de los casos, comentarán que qué buena recepción han puesto para sentar a las visitas a esperar; los que...; y los que...;

Podríamos seguirnos, ad infinitum, con el catálogo de horrores; sin embargo, creemos que con lo que hemos apuntado es más que suficiente. Las conclusiones, que es a donde finalmente nos lleva el título de la presente entrega, las dejaremos para la siguiente entrega.