Reanudando el análisis comenzado el día de ayer por la noche, diremos que el siguiente punto versa sobre algo muy sensible para todos nosotros: los dineros. El mantenimiento de un edificio, como de todo en esta vida, se trate de un coche, de un par de zapatos, o de un vicio, cuesta dinero. Pero, ¿a qué se refiere exactamente el mantenimiento de un edificio? Como la misma palabra lo implica, se trata de mantener el edificio en condiciones habitables, en el mínimo de los casos, cuando no de hacer ciertas reformas que pudieran beneficiar al entorno habitable. Esto abarca, desde pagarle a alguien para que haga el aseo de escaleras, vidrios y demás espacios que tienden a ensuciarse bajo las normales circunstancias que implica el tránsito de quienes en él habitan, hasta el vaciado de ductos de basura-cuando se tienen-, las reparaciones de interfones y elevadores, cuando los hay, los reemplazos de focos fundidos en los pasillos-que, dicho sea de paso, reciben el nombre de 'áreas comunes', sobre lo que abundaremos más adelante-, y el arreglo periódico de las áreas verdes para evitar que se conviertan en una jungla desaforada en época de lluvias, o en una sabana desolada en época de secas. Como ya se dijo, cuesta dinero. Y, como ya se dijo, los espacios anteriormente mencionados se llaman 'áreas comunes' porque, precisamente, pertenecen a todos los habitantes del edificio y todos hacen uso de dichas áreas, ya que todos transitan por los pasillos, todos usan el elevador, todos disponen del ducto, y todos necesitan la luz en los pasillos cuando se hace de noche, para evitar, desde que un maleante ande rondando los pasillos al abrigo de la obscuridad, hasta para prevenir que el dueño del departamento se rompa las narices antes de entrar al mismo porque no ve. ¿De dónde tendría que salir el dinero, pues? De los mismos beneficiarios de los antedichos espacios comunes, supuestamente. Pues no. Porque, y remitiéndonos un poco a la entrega anterior, no todos los que habitan el edificio son dueños. Los inquilinos-algunos- ven como un 'impuesto' eminentemente injusto el tener que pagar por algo que no tienen en propiedad, a pesar de tenerlo en uso, y el uso es el que lleva a la obligación de dar mantenimiento, o al deterioro en caso de falta del mismo. Otros, aunque sean dueños, con tremendos cachetes dejan tranquilamente de pagar. O, los que hacen un inadecuado uso del suelo, como los dueños de despachos, aducen que ellos no usan lo que utilizan los demás, a pesar de que sus clientes suben por los elevadores, utilizan los interfones y se plantan en los pasillos, muchas veces dejando recordatorios de su presencia como colillas de cigarro, papeles, bolsas de papitas que consumen mientras dura la espera, etcétera. Puede ser que los dueños del despacho no hagan uso de los servicios comunes, lo cual se duda, sin embargo, los que acuden al despacho sí lo hacen, lo que debiera obligarles a pagar. Pues no, se niegan en redondo. Así, en muchísimas ocasiones, el costo del mantenimiento se cobra, no basando el cálculo en el número de departamentos, sino en el número de condueños e inquilinos que sí pagan, por lo que terminan muchas veces pagando los que sí lo hacen por los que no. Lo que nos lleva al siguiente problema.
Cuando de hablar de dineros se trata, y de dineros que van a parar, por decirlo así, a un fondo para cursar diversos pagos, se debe de hablar al mismo tiempo de una persona, o conjunto de personas que los administren. Ello, con la finalidad de simplificar, tanto los pagos como los cobros mismos, porque no es lo mismo pagar una sola cuota por concepto de mantenimiento, la cual engloba todos los conceptos mencionados anteriormente, que obligar prácticamente a que las personas que prestan los servicios que requiere un edificio anden cobrando de puerta en puerta por los mismos, amén de que es mucho más sencillo tratar con una sola persona cuando de contratación se habla, que andar viendo cada quien por su lado quién se encargará de las faenas en cuestión. Los ciudadanos que administran los recursos de un edificio deben, en teoría, no sólo decir en qué se gasta el dinero que aportan los condóminos, sino obligar a quienes no lo hacen a que lo hagan, so pena de suspensión de servicios y hasta de juicios. ¿Sí? Pues no. Como ya se dijo, en un edificio, las decisiones que se tomen respecto al mismo deben de ser avaladas por la mayoría, lo cual incluye el nombrar un administrador. Pero...he aquí otro problema. La administración de un edificio suele ser equiparable a la rifa del tigre: nadie la quiere. Todos los condóminos son conscientes de que es un relajo andar correteando al vecino para que pague, por no hablar de que las malquerencias derivadas de que alguien nos recuerde lo que tenemos que hacer y no hacemos son de consideración. Hay que dedicarle tiempo, desde para ir a adquirir el nombramiento legal que acredita al administrador casi como representante legal del conjunto de personas que pueblan el edificio, hasta para elaborar los balances mensuales que su actividad requiere. ¿Y todo para qué? Para que nadie agradezca lo que el administrador hace, si es que algo hace, y para no llevarse ni cinco centavos de remuneración, ya que son muy pocos los que cobran algo. Por eso para la mayoría de condóminos la administración equivale al infausto regalo que hacían los marajás hindúes a los cortesanos incómodos: el elefante blanco. Pero, a su misma vez, el que exista un administrador que no sean ellos mismos equivale a un receptáculo de quejas, de 'es que nos cobra y no hace nada', pero, a la hora de citar a junta para remover al administrador y designar uno nuevo, generalmente serán los primeros que le saquen el bulto con el sobado pretexto de 'no, yo no tengo tiempo, yo soy una persona muy ocupada'. Con tal de que siga habiendo alguien de quien quejarnos, y alguien que resuelva por nosotros, está todo muy bien. Aunque también los haya que se alambrean los dineros de las cuotas y se sepa, aunque los haya que en su vida han entregado un solo estado de cuenta, y aunque los haya que hayan dejado al edificio a su cargo sumido en una deuda mientras ellos se dan la gran vida, no importa. Mientras no sea alguno de los 'muy ocupados' ciudadanos los que tengan que hacerlo, apechugarán con las tranzas, con las ineficiencias, y mascullarán que en maldita hora les fue a tocar tal bicho en la administración, y siempre, siempre, vivirán esperanzados con que llegue el Robin Hood de los condóminos atribulados a resolver el problema y a desfacer el entuerto, mientras los que apoyan al tranza lo seguirán haciendo, recargados en el muy sabido hecho de la apatía comunitaria, y el tranza dormirá muy a gusto, sabiendo que, por mucho que le digan los vecinos, será muy difícil que procedan en su contra, principalmente porque les encanta quejarse, pero de hacer, mejor no hablamos.
Como ya se mencionó, cuando de disponer de una propiedad en el simpático régimen de propiedad en condominio se trata, se debe enterar a los demás sobre las propias intenciones. Pero no sólo cuando de venta o renta se trata. También cuando se le quieran hacer reformas a la misma. ¿Por qué? Simplemente, porque se debe estar seguro que las tales reformas no comprometen la seguridad de la estructura en la que todos habitan. Y no sólo eso: si el inmueble cuenta con un seguro en caso de siniestro-que en esta telúrica ciudad nuestra puede incluir, desde un incendio hasta un terremoto-, se deben de asegurar, todos, desde el que pretende las reformas hasta el resto de los condueños, que las tales no invaliden el seguro. Es una responsabilidad mínima, ¿no? Es sentido común en el significado más lato del concepto, ¿no? Pues no. Una mañana cualquiera, el vecino Perénguez amanece inspirado y ocurrente, y piensa que tal vez su departamento se vería mejor si tira el muro que divide el comedor de la cocina y hace un arquito muy mono, para iluminar mejor su cocina y tal vez poner unas plantas. Y ya entrado en gastos, el vecino Perénguez decide que su herrería ya está muy fea y que a su departamento le iría mejor una blanca, de esas que imitan madera, que le haga pensar que, en vez de en la Pensil-o en la colonia que quieran-, vive en la Condesa. Y luego, para no desmerecer con el resto del entorno, la emprende con los baños, pensando que, comiéndole un poquito de espacio a la sala o a la azotehuela, según la situación, tendrá espacio para su tan ansiado jacuzzi. Y después, considera que no vendría mal ampliar la cocina...Y luego...Y luego...Los vecinos se enteran cuando ven llegar el camión con el material, y al vecino Perénguez disfrazado de mecapalero, bajando bultos de cemento, de pegazulejo, de azulejo, y demás, con la más radiante de sus sonrisas. Y luego, para los que se perdieron el show, no dejarán de notarlo cuando al vecino Perénguez se le ocurra, llevado de su manía reformadora, empezar a tirar paredes a las diez de la noche. Por no decir que dejará los pasillos hechos una mugre. ¿Y los vecinos? A lo más, murmurarán de las enormes reformas que planea el vecino Perénguez: "¿ya viste, Concha? Perénguez quiere convertir su departamento en un palacio, pobre diablo". "Pues si no le gusta la unidad, que se vaya a vivir a Polanco el muy pretencioso, Eulalio". Pero de decirle algo, ni hablar. "No, Paquita, ¿yo decirle algo a Perénguez? Ni loca, no, Perénguez es un vecino muy decente, ya ves, saluda a todo mundo y con todos se lleva bien. Y a fin de cuentas, ¿pa' qué enemistarse con los vecinos, si todos vivimos aquí y nos tenemos que estar viendo las caras?" Así, Perénguez, gracias a su manifiesta ignorancia sobre la ley condominal y a la igualmente manifiesta ignorancia de sus vecinos, y a su buena voluntad, lleva a término el desfiguro arquitectónico que perpetró unos cuantos meses más adelante. Se sale con la suya, vaya. Las herrerías hacen chiras pelas con las del resto del edificio, y tiró un muro que le dijeron los 'maistros'-porque, ¿para qué contratar un arquitecto, si sale más barato con el albañil?-que igual y era de contención, pero que como no estaban muy seguros, igual lo tiraban. Y al seguro le salieron alitas, porque las compañías estipulan que cualquier cambio que modifique, no sólo la estructura, sino hasta la configuración original del inmueble, invalida cualquier indemnización en caso de siniestro y hasta de robo. Pero nadie se enteró. ¿Por qué? Porque a nadie le dio la gana de informarse al respecto. Porque, cuando se muda uno a un departamento cree que con pagar el monto correspondiente y tener las escrituras basta. Porque nadie sabe que los edificios de departamentos, o 'propiedades en condominio', están regulados por una ley propia. Y peor, porque, o nadie se los dice, o a nadie le interesa averiguarlo. ¿Para qué meternos en embrollos con aún más obligaciones, aún más restricciones del gobierno que sólo sabe estar fregando con que 'no hagas esto', 'haz lo otro' y demás? Es mejor vivir en santa ignorancia para vivir en santa paz.
Y ya que entramos en el tema de la especie denominada "condueños", mejor conocida como "vecinos", dejaremos más abundosas consideraciones para la próxima entrega.
¡Ah, cómo me has hecho reír con las andanzas del señor Perénguez! Me recordó a uno que otro espécimen conocido. ¿Quieres material para tus sesudas elucubraciones? Ahí te va, toma nota -información proporcionada por cortesía de los cuadritos; no acepte imitaciones-:
ResponderEliminarEn la década de 1950, cuando comenzó a darse el auge de los departamentos -el último grito de la moda-, las autoridades se dieron cuenta de que no existía una ley que los regulara; cierto, en los códigos aparecía la figura del "indiviso" pero, como no es lo mismo, ni es igual, se buscó crear "algo" que los sustituyera adecuadamente. El resultado fue la promulgación de la ley de propiedad en condominio en el ya lejano sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, hombre de mucho orden, muchas prescripciones y, sobre todo, patrón de un regente que no se andaba por las ramas con idioteces. Ah, ¡cómo se le extraña al buen Ernesto P.!
Sin divagar: cuando hace poco se pensó en reformar la ley para que diera acomodo a las nuevas realidades de los condominios, una egregia militante del partido populista número 1, y empleada del populista número 1, a saber, tu insigne homónima la Anchondo, entonces procuradora social, determinó que la ley no funcionaba -para oreja- porque había sido pensada para un entorno donde los condóminos serían gente de clase media, o media alta, que podría convivir sanamente y arreglarse mediante el diálogo. Quien hizo la ley de condominios no pensó -prosigue la Anchondo- que éstos, con los años, se convertirían en opciones habituales para construir casas de interés social.
Hasta ahí la medio - cita. Lo dice una perredista, conste, de ésas que apoyan, quieren, apapachan y hasta solapan a los pobres. ¿Qué dice? Que la ley no sirve porque el condómino es, en su mayoria, un jodido, un naco iletrado, enemigo del diálogo y amante de pisarle el pie al vecino. ¿Qué pasó con la mentada reforma? Nada, simplemente no se hizo, ni siquiera para regular el pisoteo o para establecer multas a los pisoteadores.
Por eso es riesgoso hablar de la ley de condominios, porque está peor que otros conocidos mitos que callo por muy sabidos, pero que involucran hablar de lo que no se conoce; con esta pobre, ni eso, nadie habla de ella, y mucho menos tiene el gusto.